-Bueno…, –suelta de pronto, envuelto en una especie de suspiro, Pepa.
-¿Qué? –En la voz de Loli se denota su ansia de reanudar una conversación, por esperpéntico final que prevea.
Caminan casi trotando. Como si tuviesen el objetivo de alcanzar un importante destino, sortean a los abuelos que avivan las calles a media tarde para dejar caer, en el paseo de la rambla, su exceso de colesterol y azúcar en sangre. El sol empieza a perder su rabia y un algo parecido a una brisa da un breve respiro a los penitentes urbanitas, ángeles expulsados del paraíso de los paquetes vacaciones, en los coletazos del estío.
-Ah, nada, eso, bueno –reacciona, con desgana, Pepa
-Pero, bueno, ¿qué?, –se exaspera Loli-. Gira pá la derecha. Allí hay demasiada gente.
Pepa, sumisa y resignada, dirige sus pasos hacia la derecha sin cuestionar la orden:
-Que me parece bien lo de irnos en octubre al pueblo ese de…
-¿Pero no habíamos acordado ya de irnos? Yo te preguntaba por la sena.
-Bueno, quería pensarlo...
-Y qué tienes que pensar. Tampoco nos vamos a poner a guisotear para dos- La voz de Loli resulta tan rotunda como su propia presencia -. Además, estoy jarta de la casa. Llevamos ahí metías tó el verano. No aguanto más.
Impulsada por sus palabras, Loli y sus tacones de salón (confía en ellos cual elixir de la eterna juventud) aceleran un poco más el paso; Pepi resopla ante, a su buen entender, un sobreesfuerzo innecesario. No obstante, calla y quien calla, dicen, otorga.
La extraña pareja comparte piso hace años. Se conocieron en el ascensor de uno de esos bufetes que te apañan la vida a base de trasiego de letras pequeñas en márgenes de documentos legales: la sra. Josefina Sarrín de entonces, nublada por las lágrimas de la recién divorciada; Loli, algo más entera, tras la lectura del testamento de Juan Pedro, su difunto marido. Por obra y gracia de la todopoderosa red informática, entre sesión de quimioterapia y visita médica, Juan Pedro buscó, bajo el anonimato y la desesperación del sonido del teclado -a espaldas de Loli, es evidente- la absolución de todos sus pecados en el ciberespacio hasta reencontrarse con un primer amor de juventud de su tierra natal, Uruguay, veinte años más tarde. Así, absurdo hasta el fin de sus días, había decidido en el último suspiro legarle todos sus bienes terrenales en compensación por un abandono, según él, cobarde. Esa fue la explicación testamentaria.
En el cubículo modernista no apto para claustrofóbicos Dolores, la viuda, reflexionaba para sus adentros sin rabia: “Mal dolor le dé, si le toca cielo”; mientras los hipidos de Doña Josefina, rompían el incómodo silencio y reventaban las costuras de su floreado escote cuando alcanzaban el entresuelo. Sorprendida, si cabe más aquel día, Loli se vio obligada a interrumpir sus maldiciones. La extraña solidaridad femenina, la cual emerge en inesperados momentos (o el deseo de evadirse de sus propias preocupaciones esperando tropezar con miserias más amargas que la suyas), la movió al auxilio de aquella desgraciada pechugona, con mal gusto para el estilismo:
-Madre del amor hermoso, ¿pero donde va usted con estas estrechuras y esos colores tan chillones, mujer de Dios? O se ahoga o se queda en cueros en medio de la calle. Y no sé yo qué es peor, con ese busto, la verdad –espetó Loli, como si tratase con una vecina.
Fina, a quien apenas hacía unos minutos Luís, su marido, llamaba a la razón, del gimoteo paso al llanto convulso. En la planta baja, a Loli se le reblandeció su innata acritud de piedra granítica. La abrazó como pudo e intentó consolarla:
-Venga, venga, no se ponga así, todo tiene solución, menos la muerte. ¿Cómo se llama?
-Jo-jo-josefina…- Los pucheros de la sra. Sarrín no tenían nada a envidiar a los de cualquier niño sacado arrastras de una feria.
-De acuerdo, Pepa, ahora nos iremos pá mi casa. Está serquita de aquí, al final de la Rambla. Nos tomaremos un café y arreglaremos este desaguisado. –Loli regresó a sus pensamientos:- El muy cabrón es lo único que me ha dejado, hipotecada pá treinta años, eso sí, pero todavía es mi casa.
El ultimátum de la portera, paciente sólo dos subidas y bajadas del elevador, las expulsó del improvisado confesionario, de donde salieron, renqueantes y cogidas del brazo.
-¿Entonces, qué pensión dice que le ha quedado, Pepa? –La cabecilla de Loli, rubia ceniza, era una tómbola de soluciones.
-Bueno, para ir tirando… -La recién bautizada Pepa divagaba entre el estofado preferido de Luís y sus camisas, tendidas al levantarse.
Alegaba Luís –el diablo le habría vendido su alma encantado- que puesto que el piso estaba a su nombre e igualmente le daría la mitad de su valor, un gesto por su parte sería lavarle y plancharle la ropa hasta la fecha del divorcio. No podía obviar que los costes del peritaje serían mínimos, su amigo de la infancia les haría ese favor.
Las cabriolas del yin y el yan son arbitrarias e inescrutables: El gimoteo de Pepa, si no su robustez y pésimo criterio a la hora de arreglarse, poco a poco, fue suavizándose con el tiempo. Lo sustituyó un creciente estado de ausencia gracias al cual continuó desenvolviéndose, fiel a su costumbre, en los quehaceres del nuevo piso, al final de la Rambla.
De golpe, Loli frena bruscamente:
-¿Te parece bien esta terraza? Corre airecillo, ¿no?
-¿Eh? Bueno
-Bueno, ¿qué?
-Eso, hoy cenamos fuera.-E intenta esbozar una sonrisa
-Ay, hija ¿qué suponías que hacíamos aquí? –Loli arrastra, enérgica, la silla metálica para desparramarse sobre ella –Yo no sé, a veses pienso que esos ansiolíticos te dejan lela, pero otras, que te viene de cuna, chica. Anda, no me seas pasmarote, siéntate.
El ruido del entorno -retazos de conversaciones, acelerones de coches, suplicas de niños…- las sumerge en un mutis de ascensor. Loli busca con la mirada al camarero, le hace una señal con su pequeño mentón y espera, impaciente.
-¿Qué te apetece?
-Tú misma. A mí me a igual. Yo no tengo mucha hambre –Pepa va perdiendo la débil fuerza de su voz en el camino de cada frase.
Incapaz de convivir consigo misma y con sus reniegos internos más allá de lo imprescindible, a Dolores a menudo se le hace cuesta arriba el ostracismo de la compañera que le ha tocado en suerte:
-Anda, vámonos pá la casa, que hasemos aquí sentadas, como dos payasas.
El chirriar de las sillas metálicas retumba en la terraza y el camarero por vez primera capta la presencia de dos mujeres que se marchan, cogidas del brazo y renqueantes.
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6 de septiembre de 2011