I.
Cinco minutos después de arropar a Laia en la cama, el tsunami de su llanto inundó el comedor. El presentador vio irrumpido su programa televisivo; sillas, mesa y restos de una cena quedaron flotando; los padres, sorprendidos en plena discusión, acudieron en su auxilio.
II.
Laia ha cumplido quince. Justo un año atrás, comunicó a su madre su firme decisión de hacerse un tatuaje. La madre, titulada en psicología, dialogó durante varias semanas. Como era de prever, Laia luce, hasta la fecha, una bonita bruja lila en su omoplato izquierdo, envidia de todas las chicas de su clase. Pero ni ella ni su madre lo saben. Los ojos de Laia son de dibujo animado: grandes, marrones y con la magia de la ilusión siempre al acecho; aunque ella, en el reflejo de su espejo, los cree vulgares. Entonces, su melena lacia le ayuda a taparse la cara y encorva su cuerpo.
-A Lucía le gusta Edu, pero él no le hace caso –le confiesa a la madre mientras prepara la cena-.Yo me llevo bien con Edu y Lucía no me habla.
-Eso son celos. No le hables tú a ella –sentencia-. Ya se le pasará
-Lucía es guapa, divertida, y todas las chicas van con ella. El resto del grupo tampoco me habla –rebate con lógica pragmática desde el quicio de la puerta.
La madre se limpia las manos en el delantal, le clava la vista para darle la trascendencia necesaria a sus palabras y le ofrece la solución al misterio de la vida:
-Encontrarás otras amigas o se darán cuenta de que Lucía es una celosa.
-Ayer me peleé con el tete. Fue culpa mía, soy mala, no lo trato bien –se sincera.
-Tú no eres mala –La sartén, olvidada a su suerte en el fuego, es rescatada con un enérgico zarandeo.
-Sí, lo soy. –Se evade concentrándose en una mancha del techo y suspira:- No quiero ir a dibujo, tenemos que hacer parejas –Un tic en su pie golpea el suelo.
-¿Y?
-…-Baja la mirada y el castaño de su cabello se desparrama.
-Laia, mírame, ¿qué pasa? ¿Alguien habrá con quien puedas ir?
-…
-¿Laia?
-No lo sé, quizás no –confiesa en un hilo de voz.
-Eso es imposible, ¿qué pasa, Laia? ¿Tenemos que ir a un psicólogo?
-Sí, quiero ir a un psicólogo. Pegué al tete.
-Los psicólogos no sirven para nada. Yo soy psicóloga
-Tú eres mi madre, tú no entiendes, soy mala persona
Laia llora en el quicio de la puerta. El humo del aceite quemado da entidad al Apocalipsis de su amarga tristeza. Deja el vaso de refresco en el fregadero y se encierra en su cuarto. Con la luz apagada, sumergida en la música, recuerda con una mueca irónica el monstruo de debajo de la cama que le rompía sus sueños cuando era niña.
III.
Laia hace mucho dejó de tener quince años y en verano siempre utiliza, por imposición laboral, camisetas de manga corta. Así oculta los conjuros de la brujilla de su omoplato. Sus ojos, grandes y marrones, perdieron la luz de las pinceladas de un dibujo, pero se cortó el pelo y los rasgos de su cara afloran sin miedo. Cada mañana deja a Natalia con su abuela materna y tocaya; su tío ha desarrollado un raro instinto de protección y, observándola, se hace preguntas profundas inimaginables hasta su nacimiento. Laia la tuvo nada más rebasar el umbral de la juventud y, aunque Edu ha crecido a marchas forzadas, Lucía se ha convertido en una anécdota del pasado, ávida por un tatuaje. A veces, en la sobremesa nocturna, Natalia irrumpe con un llanto desde su habitación. Los padres acuden de inmediato en su auxilio. Laia, para tranquilizarla, levanta la colcha y escudriña, teatrera, debajo de la cama.
14 de noviembre de 2011