Por el color de su melena la conocen en la cafetería donde desayuna, en el kiosco y la panadería de siempre, en la nueva carnicería con ínfulas de delicatesen que parece prepararse para un desfile Dolce & Gabanna , y hasta el mecánico, con su olor a óxido, o la acalorada chica que barre, enérgica, el portal. Tiene nombre, claro, pero su pose glamurosa y algo descuidada lo borra y en la retina de cualquiera, al cruzarse en su camino, solo permanece una imagen de muñeca de plástico y carita de nácar. La brisa de su pestañeo y una sonrisa aniñada ventea de su rostro incómodas máculas del tiempo. Ninguno de ellos –ni el camarero, ni el kiosquero, ni la panadera… - recuerda una conversación con ella, porque, prendados del brillo natural que la acompaña, su voz se diluye en un parloteo sin interés.
-Desde el principio le expuse mi deseo de igualdad –se confiesa aquella mañana a Raquel, la portera, en una necesidad de descargar penas-, del trabajo equitativo: hijos, tareas domésticas… Cuando tuve al niño, en la empresa, puse como condición limitar a dos al mes los viajes al extranjero; aun así, innovar, gestionar, mantener software es agotador, siempre surgen problemas aquí o allá. Pero, bueno, para algo estudié telecomunicaciones. Después de diez años, sin previo aviso, un día se me presentó con la demanda de divorcio. Quizás si no le hubiese exigido tanto, hoy estaríamos juntos.
Una lágrima se le escapó; el encanto de su recto vestido de lino insinuando la redondez de sus caderas se rompió; y Raquel, asombrada, la vio por vez primera: Al alejarse arrastrando el grillete de su estela de tonta diva, no pudo evitar pensar que, después de todo, el abismo de sus diferencias no era ni tan grande ni tan profundo.
26 de agosto de 2012