A veces la veo pasar desde mi balcón en su silla de ruedas, empujada por su madre que siempre llora y siempre la está peinando, constantemente. Su madre le cuida mucho el cabello, quizás porque es la única manía que conserva de antes, de cuando era otra... Es el único indicio de que todavía vive.
Yo aún era pequeña, ella será un par o tres años mayor, y la veía pasa por esa misma calle repleta de árboles por donde hoy rueda. Claro que, entonces, andaba. Muy deprisa, eso sí, de tal manera que casi no te dabas cuenta y ya estaba en el portal. Los chicos de la calle, a veces, si nos acordábamos, hacíamos apuestas y la cronometrábamos. Pero de eso ella nunca se enteró.
Crecí, y ella seguía pasando de un extremo a otro de la misma calle: al atardecer, de noche, de madrugada... ¿De dónde vendría a aquellas horas?, ¿con quién saldría?..., no lo sé. Lo mismo un día me decido y le pregunto a su madre.
Recuerdo una mañana cuando, hablando con una vecina, miré despistada hacia el portal y me sorprendió verla parada. El sol se filtraba entre las hojas, como queriendo iluminarla solamente a ella, aunque bien podría ser que fuese ella quien diese luz a todo su alrededor, con su largo vestido de gasa blanca. Hasta entonces no se me había ocurrido pensar en si era guapa o fea, alta o baja. Ella siempre pasaba y yo siempre seguía sus pasos con la mirada. Y aquel día, inclinada y con el pelo rizado de un niño enroscándose entre sus dedos, estaba muy hermosa. Aquel día sonreía.
Yo me casé con dieciocho años. Cuando iba a visitar a mis padres alguna vez la vi pasar. Tuve dos hijos que se hicieron mayores, mi marido me abandonó, según él por algo relacionado con el amor y el aburrimiento, aunque seguramente la causa fue que él engordó y yo también y que en la cama ninguno de los dos funcionaba. Poco después de la separación mi madre murió, quizás del disgusto; todavía hoy me siento un poco culpable, pero, la verdad, nunca lloré...Y ella iba y venía de un lado a otro sin mirar a nadie y, para mí, cada día transcurrido nacía a salir de su casa y moría al regresar.
Hará cuestión de unas semanas, alguien me comentó que se había caído por la escalera, dándose un fuerte golpe en la nuca. Yo me quedé parada y no supe reaccionar. Al final, decidí ir a visitarla, no sé muy bien por qué. Ella y su madre viven solas. Yo estaba un poco nerviosa, pues en nuestra vida no habíamos ni siquiera intercambiado un saludo, y no sabía ni cómo iba a iniciar una conversación. Pero su madre fue muy amable: sin preguntarme nada me llevó al cuarto donde pasa las horas muertas, vigilando desde la ventana la misma calle por donde tantas veces caminó. Es un cuarto precioso, repleto de cuadros que, según su madre, son suyos, de cuando movía sus manos. Ahora sólo mira, con esos ojos negros que parecen traspasar los cuerpos y los objetos, parecen balas que hieren el alma...., y los recuerdos. De vez en vez dice algo, casi siempre incoherente, pues la caída también le afecto al cerebro. Su madre piensa que ha sido lo mejor porque no habría soportado el verse de esta manera.
Y en ese cuarto, entre un cuadro gris y otro azul, hay un espejo. En él vi reflejadas su espalda y mi cara, que ya empieza a tener unas arrugas en las comisuras de los labios y alrededor de los ojos. Nuestras miradas, por primera vez, se cruzaron. Entonces me di cuenta del motivo de mi visita: ella y su pasar habían sido lo único estable en mi vida. En esos breves segundos, como cuenta quien ha estado a punto de morir, vi a mis amigos de la infancia y de la juventud, a mi marido marchándose por la misma puerta por donde me entró en brazos, a mis hijos ya demasiado mayores, a mi padre ya demasiado viejo..., y a mi madre cuado de pequeña me peinaba y me besaba con sus labios húmedos en la frente, y a mi madre el día de su funeral... Ella alzó los brazos, como si con ello hubiésemos mantenido una larga charla entre viejas amigas, y yo me arrojé a ellos, y las dos lloramos largo y tendido rato.
Desde entonces suelo ir por las tardes a su casa. Ella, con una leve sonrisa, me tiende el peine de plata que tiene sobre la mesa donde antes dibujaba, y yo la peino durante horas, frente al espejo, mientras nuestros ojos conversan. Otras veces la bajo a la calle; juntas paseamos por todo el barrio, con las cabezas erguidas y, casi, con orgullo.
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1 de agosto de 19995