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3 enero 2014 5 03 /01 /enero /2014 10:36

Tres huérfanos sociales desafiaban auspicios navideños. La cándida María, 20 años, todavía arrastraba el abandono de un novio pandillero; Julio, 37 y con el nervio del recién divorciado; Luisa, 28, introvertida, esotérica y pañuelo jipi al cuello por bandera. Eran vecinos de parada: María, empleada, vendía velas; Julio, con olfato para las leyes de mercado, camisetas y balones con la firma estampada de la elite futbolística; Luisa, figuras de madera talladas a mano por ella. En Nochebuena, María se presentó con un termo de caldo y unos dulces caseros; en Navidad, Julio las convidó a chocolate con churros; para Fin de Año, Luisa los invitó a su piso, desangelado. Compraron pan, jamón curado, varios patés, quesos, una botella vino, otra de espumoso y un racimo de uvas. La casa los recibió fría, vacía; se llenó con el blando brindis del sonido del plástico. En el trasfondo, la voz emocionada de una presentadora se desgañitaba en un “¡Feliz Año Nuevo!”

 

28 de noviembre de 2010

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3 enero 2014 5 03 /01 /enero /2014 10:09

-Buenos días, Manuela –saluda Mario, conductor de autobuses-. Un café, por favor.

Mientras Manuela  prepara las pastas, comienza el lento goteo de clientes somnolientos. De pronto, J.C se presenta con un grito:

-¿Ya cogiste el número de Navidad?, mira que si toca no podrás venirte a las Bahamas con el resto del barrio.

Manuela y J.C se reúnen en la barra con Mario

-¿Te imaginas?, todos en la piscina de un hotel de cinco estrellas con un daiquiri en una mano –. Y el argumento de Manuela los transporta a su sueño.

-Todavía no. –Los ojos de Mario se iluminan y una sonrisa inesperada le vaticina una afable jornada - Guárdame dos décimos. Este año celebraremos juntos la Navidad.

 

26 de noviembre del 2010

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3 enero 2014 5 03 /01 /enero /2014 10:01

Todos, los once hermanos y el loro parlanchín de mis abuelos, la llamábamos la Bruja del Tercero: nos robaba del buzón las postales de Navidad y dejaba un décimo. Vivía sola; era vieja y sorda del oído izquierdo.

 

3 de diciembre del 2010

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17 noviembre 2013 7 17 /11 /noviembre /2013 13:27

Volver-copia.jpg

Cada fin de semana regreso al barrio. Por el silencio de las calles del animal en duermevela -rey de su sabana-, voy arrastrando el peso del recuerdo de los libros y de los sueños de la infancia. Tres espigas de raza flamenquean con paso erguido y orgulloso por la acera. Las pequeñas mentes pre-púberes narran la épica de sus primeras batallas, y el zumbido ultrasónico de los ángeles cuando ignoran el canto extraño de la vida llega hasta mí, para mezclarse en la nube de polvo que levanta las ruedas de mi maleta.

 


16/11/2013

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13 octubre 2013 7 13 /10 /octubre /2013 10:40

 

Dibuja una sonrisa mellada, apenas perceptible desde la lejanía de las butacas. En la oscuridad del hueco, fotograma negativo de príncipe azul, Ramón esconde su tremenda timidez. Y es allí donde la guarda, cada vez que sube al escenario.

 


14 de febrero de 2012

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13 octubre 2013 7 13 /10 /octubre /2013 10:00

Pakito 4

 En su décimo aniversario, a Mónica Turanga Leela, le regalaron una cría de dinosaurio. Entonces Mónica vivía con sus padres y sus hermanas, a quienes adoraba. Cuando Paquito -ese fue el nombre elegido por Mónica  para su nuevo amigo- abrió los ojos por primera vez, una hilera de blancos y enormes dientes asomaron. Su sonrisa, grande y sincera, le partían la cara en dos y le arrugaban la frente en una sola línea verde oscuro; sus patitas aceitunadas, del tamaño de un gato adulto gordo, arañaban el aire movidas por la emoción. Mónica, lejos de atemorizarse ante el extraño animal, estuvo toda la fiesta achuchándole entre sus brazos. Desde aquel momento, nunca más se separaron.

Pasaron los años y  el cariño profesado el uno por el otro fue aumentando hasta límites insospechados entre una niña y un  dinosaurio. Sin embargo, mientras ella creció de manera progresiva y pausada -al estilo de un ser humano-, Paquito, el Vegetariano, como  lo conocían en el barrio, se desarrolló descomunalmente, llegando a alcanzar los cuatro metros de altura. Una expresión bobalicona, de puro bueno, se encastaba en un morro largo y ancho como el culo de un automóvil. En la piscina municipal, la piel dura se tornaba esmeralda cuando se reflejaban los rayos de sol. La barrigota era un tierno cojín cada vez que, cansados de caminar, se tumbaban sobre la hierba para hablar de sus cosas de viejos compañeros. La cola, un divertido tobogán durante el recreo.

Juntos, fueron al colegio, aprendieron matemáticas, lengua y ciencias naturales y, sin apenas darse cuenta, entre juegos, estu dios y confesiones, entraron en la edad adulta.  Mónica también se divertía mucho en clase y disfrutaba con fruición de todas las asignaturas, hasta de aquellas donde Paquito se dormía.

-¡Paquito, despierta! Con esa aptitud nunca te formarás –le recriminaba con seriedad.

Todo esta felicidad un día se truncó. Mónica me llamó para contarme una tristeza: Debía marchar hacía un lejano país donde aprendería un millón de cosas nuevas, que era aquello que más deseaba hacer. Paquito, más voluminoso que cualquier avión o barco del mundo, no la seguiría en su próximo viaje y tampoco podría quedarse en casa, pues ya no era lugar para un dinosaurio adulto. Yo vivo en el campo, por eso me preguntó si le hacía el favor de acogerlo. Loca de emoción, acepté encantada y Paquito se vino a vivir conmigo.

Pregunta mucho por ella. Siempre le contesto que está bien y le explico cómo lo quiere, más allá del infinito. Le gustaría escribirle cartas -desconfía de los mensajes por Internet porque no se estilaban en su época de estudiante y teme que no le lleguen-, pero es algo torpe y termina aplastando los bolígrafos contra el papel con sus patas de dinosaurio. Luego, llora.

-No te preocupes, Paquito, no le importará- intento consolarle-. Metemos la hoja en un sobre, escribimos la dirección y ponemos el matasellos de urgente. Ella sabrá de quien es. Es muy lista y en la mancha de tinta entenderá cuánto pensaste en ella cuando fuimos a pasear por la montaña.

 La mañana, fresca, rompía el cielo y los cantos de los pajarillos se mezclaban con el sonido de las hojas de los árboles movidas por el viento como voces de feligreses en el rezo de una iglesia. Le habría encantado. Por un momento incluso creímos tenerla junto a nosotros.

 

 


  lsorciere

 

 

11 de julio de 2011

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13 octubre 2013 7 13 /10 /octubre /2013 09:30

Aquella tarde, papá, regresó a la tumba entristecido. “¡Me voy!”, gritó en pleno mal de Sambito. Del impulso al levantarse, temblequeó la mesa de caballete, ya de por sí inestable, y el pelotón de fichas rompió filas.  Cazó al vuelo algunas desertoras y las guardó en su bolsa de plástico, junto al resto. La caja del dominó todavía rondaría por casa, arrinconada cuando por fin entendió que colocar veintiocho piezas hecho un manojo de nervios era imposible.  Sus compañeros, jubilados como él, aceptaban resignados sus abruptas interrupciones del juego (“cada uno vive con sus manías”, pensarán). Aun así, el susto era inevitable. Yo, como siempre, desde la otra punta del parque, lo vi alejarse con la fiambrera bajo el brazo, dirección al cementerio, como un perrillo regresa a casa después de ser abandonado por su dueño.


19 de marzo de 2012 

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13 octubre 2013 7 13 /10 /octubre /2013 08:30

 

Los paPaula-y-MJ-copia.jpgsitos de Paula son torpes y graciosos, como los de un blanco corderillo recién nacido. Paula, la equilibrista, sobre sus pies, tiembla y se tambalea. Arruga su hocico de gatillo con cada risa, mientras  en sus ojos un mar de castaños, alegre y juguetón, se refleja. Descubre, entre juegos infinitos, la belleza de todas las piedras, de todas las menudas cosas que de mayores olvidamos haber admirado como ella. Nunca tiene prisa, mi pequeña exploradora, y siempre se concentra en hallazgos diminutos, porque todo se transforma en algo maravilloso entre  sus manos de algodón.  Ella ahora mira, inconsciente de su sabiduría, pues acaba de mostrarme una traza del mundo y de la vida, la parte más importante, la más pequeña.

 

 

22 de agosto de 2008

 

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1 septiembre 2013 7 01 /09 /septiembre /2013 12:40

JGC bici

Hoy pasó por mi lado. Me miraba de reojo, presumiendo de cojera, un poco estirado y con la media sonrisa pintada, esa que dejaba escapar el orgullo de sentirse especial durante unos segundos, la sonrisa que yo heredé, irremediablemente, y la que heredaron mis hermanos. La utilizamos, la utilizaba, en los pequeños momentos de la vida: tantas veces que perdí las lentillas, él, perseverante hasta el infinito si lo necesitaba, otras tantas, las encontraba; con sus retales escondidos por los rincones (siempre mi madre tras él para que los tirase, pero con la boca pequeña, muy pequeña, los brazos en jarras y el tono alto, como dándose seguridad, porque sabía que tarde o temprano los utilizaría) te sorprendía de pronto con un zurcido perfecto, un apaño para el mantel o unas fundas para las sillas; de cuatro palos, unas estanterías; del arañador del gato, un taburete; e, ignorantes entonces del mundo de la informática, juntos conectamos un lector de CD en mi primer ordenador. Almacenaba trocitos de madera, bajos de pantalones y tornillos viejos; rebuscaba en los cajones; desguazaba pequeños electrodomésticos para salvar del desaguisado, no se sabe por qué ni con qué criterio, algunas piezas. De su capa un sayo, sí, pero justo antes de rendirnos acudíamos a ese sayo para solicitar a gritos auxilio, porque una luz misteriosa guiaba su mala memoria hasta la pieza que nos arreglaría las cosas.

Después de cinco años, su máquina de coser permanecía casi muda en la cocina, al amparo del calor de la ventana. En ocasiones, JC la cogía para conversar con él en el tiempo de un dobladillo o de acortar unos tirantes. Sus diálogos versan sobre lo que el ímpetu de la juventud le impidió escuchar, cuando estaba al alcance de su oído. Lo siento feliz, porque no le lleva la contraria y, si lo hace, al final se resigna y le da la razón, esa razón suya, poco útil y algo rencorosa, que siempre quiso tener y que, yo, irremediablemente, heredé, y la que heredaron mis hermanos.

Y así decidimos claudicar todos, a su razón, a su modo de vida, con las manos y la chispa del ingenio legado, porque nosotros, como él, lo recogemos todo, irremediablemente, hasta que una luz misteriosa guía nuestra mala memoria hacia la pieza del eureka. Por eso, guardamos su máquina y la cabeza de máquina que apareció en casa por obra y gracia de algún misterioso donante y que, con el disimulo del falso sordo, evitó tirar porque…, bueno, pues porque podría hacer falta y escondida dentro del armario a nadie molestaba (aunque bien hubieran cabido los zapatos o ser el hueco perfecto de los detergentes, como diría mi madre, pero con la boca pequeña, los brazos en jarras y la voz en alto, como dándose seguridad…).

De unos días para aquí, he decidido robarle la exclusiva a J.C. de seguir manteniendo charlas con él: me siento delante de la máquina y empiezo a oír el lento ronroneo del motor. Cansado ya de nuestra falta de entusiasmo, de nuestra condenada sordera, apenas me enseñó a ponerla en marcha. No hubo tiempo, nacieron otras urgencias… Es lo malo de ser la pequeña, siempre llegas tarde y terminas conformándote con las migajas del entusiasmo de los padres. Sin embargo, nada más piso el pedal, se coloca detrás de mí para recordarme como mantener la tela firme, la posición del hilo y la importancia de una costura recta, aunque se me siga torciendo. Sabe de mi tenacidad, pero también de mi torpeza, y me regala generoso la paciencia negada a muchos otros, por el simple hecho de ser yo. Lo sé y me aprovecho.

Hoy no le presté la suficiente atención y el canillero, en apariencia un objeto sólido, voló de mis manos, como un  pajarillo en busca de libertad después de más de cincuenta años enjaulado, hasta chocar contra el suelo y confundirse con el jaspeado del suelo. Abrí los ojos; me mordí los labios, y ante la inminencia de desastre de haber roto un objeto sagrado, solicité ayuda a J.C. Barrimos con las manos la cerámica, con igual pose y empeño que él buscaba mis lentillas cuando yo tenía diez años. Sólo encontramos, de las cuatro partes que componen el canillero (ahora lo sé: la rueda, una palanquita, un tornillito y un hipermuellecito), dos. El mecánico nos dio plazo de entrega de una semana; la Refrey ya no se fabrica…

-40 eurazos, la broma, y una semana –le explicaba a J.C por teléfono- ¡No podemos pararnos!

-Oye, ¿has mirado en la máquina del armario? –me preguntaba, mientras mi madre desde la mesa repetía la misma frase, leyéndose el pensamiento.

-Sííííí, al medio día. Está la cabeza, unas patas, canillas…; envuelto en papel de periódico –le contestaba, mirando fijamente a mi madre para confirmar que también le llegaba el mensaje- Ningún canillero. Y, además, vete tú a saber si coincide el modelo...

-Es el mismo –me ratificaba J.C.

-Bueno, ¡pues no está, joder! Qué putada… -En ese instante, la perseverancia que le obligaba a examinar cinco veces el mismo sitio, me poseyó:- De todas formas, volveré a mirar.

-Vale, no pasa nada, mañana hablamos.

Colgué el teléfono, desaminada y con ese sentimiento de culpabilidad que solo unaJuan Giró trabajada base cristiana te puede hundir en la más absoluta de las miserias (ya puedes convertirte al budismo o ser atea; su sombra pegajosa te acompañará hasta los restos). Sin esperanzas, me dirigí a la cocina, abrí el armario y tumbé la cabeza de hierro para revisar la parte inferior. Allí estaba, rutilante como una estrella todavía por descubrir. Fue entonces cuando mi padre pasó por mi lado. Me miraba de reojo, presumiendo de cojera, un poco estirado y con la media sonrisa pintada, satisfecho porque después de cinco años de su marcha, aún hoy, se siente especial, en los pequeños momentos de la vida.

 

31 de agosto de 2013

 

Nota de la autora: si os picó la curiosidad del porqué de esta historia, visitad nuestro Facebook en Plan B, Creaciones (https://www.facebook.com/PlanBCreaciones). Aquí encontrareis qué estamos haciendo con las máquinas de mi padre. Y, sino, simplemente ¡deseadnos suerte!

 

 

 

 

 

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18 agosto 2013 7 18 /08 /agosto /2013 14:11

Camisa 6Cada vez que pasaba frente al escaparate con mi disfraz de joven rudo y deportista,  el susurro de la camisa, vaporosa y sensual, se deslizaba por mi nuca, como si me hablase la promesa de un amante furtivo. De inspiración vintage, un etéreo lazo de encaje flotaba alrededor de cuello y puños. Al fin, el deseo venció la agotadora pugna y  la dependienta pudo desplegar su sonrisa confidente, de amiga asesora. Confundió los nervios de un inexperto enamorado con mi desaforo ante la reacción de mis padres.

Desperté, otra vez niño, con la felicidad de las mil mariposas en mi estómago. Durante unos interminables segundos de angustia, el crepitar del celofán resonó en mis oídos como un silbato ultrasónico a un perro y tuve el miedo del ladrón a ser descubierto infraganti por el silencio de la mañana. Todos dormían.
-Las  Chicas melancólicas que se abrazan las rodillas junto a la ventana  siempre van de rosa-, chirigoteó Iván a voz en grito al verme entrar en clase, recurriendo a uno de sus básicos juegos de conceptos.
Atacados por una risa, nadie captó el rubor que provocaron sus palabras en mis mejillas. De momento, ya me trataban  como mujer; era el primer paso, luego vendría el desafío en casa.
17 de febrero de 2012
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