Hoy pasó por mi lado. Me miraba de reojo, presumiendo de cojera, un poco estirado y con la media sonrisa pintada, esa que dejaba escapar el orgullo de sentirse especial durante unos segundos, la sonrisa que yo heredé, irremediablemente, y la que heredaron mis hermanos. La utilizamos, la utilizaba, en los pequeños momentos de la vida: tantas veces que perdí las lentillas, él, perseverante hasta el infinito si lo necesitaba, otras tantas, las encontraba; con sus retales escondidos por los rincones (siempre mi madre tras él para que los tirase, pero con la boca pequeña, muy pequeña, los brazos en jarras y el tono alto, como dándose seguridad, porque sabía que tarde o temprano los utilizaría) te sorprendía de pronto con un zurcido perfecto, un apaño para el mantel o unas fundas para las sillas; de cuatro palos, unas estanterías; del arañador del gato, un taburete; e, ignorantes entonces del mundo de la informática, juntos conectamos un lector de CD en mi primer ordenador. Almacenaba trocitos de madera, bajos de pantalones y tornillos viejos; rebuscaba en los cajones; desguazaba pequeños electrodomésticos para salvar del desaguisado, no se sabe por qué ni con qué criterio, algunas piezas. De su capa un sayo, sí, pero justo antes de rendirnos acudíamos a ese sayo para solicitar a gritos auxilio, porque una luz misteriosa guiaba su mala memoria hasta la pieza que nos arreglaría las cosas.
Después de cinco años, su máquina de coser permanecía casi muda en la cocina, al amparo del calor de la ventana. En ocasiones, JC la cogía para conversar con él en el tiempo de un dobladillo o de acortar unos tirantes. Sus diálogos versan sobre lo que el ímpetu de la juventud le impidió escuchar, cuando estaba al alcance de su oído. Lo siento feliz, porque no le lleva la contraria y, si lo hace, al final se resigna y le da la razón, esa razón suya, poco útil y algo rencorosa, que siempre quiso tener y que, yo, irremediablemente, heredé, y la que heredaron mis hermanos.
Y así decidimos claudicar todos, a su razón, a su modo de vida, con las manos y la chispa del ingenio legado, porque nosotros, como él, lo recogemos todo, irremediablemente, hasta que una luz misteriosa guía nuestra mala memoria hacia la pieza del eureka. Por eso, guardamos su máquina y la cabeza de máquina que apareció en casa por obra y gracia de algún misterioso donante y que, con el disimulo del falso sordo, evitó tirar porque…, bueno, pues porque podría hacer falta y escondida dentro del armario a nadie molestaba (aunque bien hubieran cabido los zapatos o ser el hueco perfecto de los detergentes, como diría mi madre, pero con la boca pequeña, los brazos en jarras y la voz en alto, como dándose seguridad…).
De unos días para aquí, he decidido robarle la exclusiva a J.C. de seguir manteniendo charlas con él: me siento delante de la máquina y empiezo a oír el lento ronroneo del motor. Cansado ya de nuestra falta de entusiasmo, de nuestra condenada sordera, apenas me enseñó a ponerla en marcha. No hubo tiempo, nacieron otras urgencias… Es lo malo de ser la pequeña, siempre llegas tarde y terminas conformándote con las migajas del entusiasmo de los padres. Sin embargo, nada más piso el pedal, se coloca detrás de mí para recordarme como mantener la tela firme, la posición del hilo y la importancia de una costura recta, aunque se me siga torciendo. Sabe de mi tenacidad, pero también de mi torpeza, y me regala generoso la paciencia negada a muchos otros, por el simple hecho de ser yo. Lo sé y me aprovecho.
Hoy no le presté la suficiente atención y el canillero, en apariencia un objeto sólido, voló de mis manos, como un pajarillo en busca de libertad después de más de cincuenta años enjaulado, hasta chocar contra el suelo y confundirse con el jaspeado del suelo. Abrí los ojos; me mordí los labios, y ante la inminencia de desastre de haber roto un objeto sagrado, solicité ayuda a J.C. Barrimos con las manos la cerámica, con igual pose y empeño que él buscaba mis lentillas cuando yo tenía diez años. Sólo encontramos, de las cuatro partes que componen el canillero (ahora lo sé: la rueda, una palanquita, un tornillito y un hipermuellecito), dos. El mecánico nos dio plazo de entrega de una semana; la Refrey ya no se fabrica…
-40 eurazos, la broma, y una semana –le explicaba a J.C por teléfono- ¡No podemos pararnos!
-Oye, ¿has mirado en la máquina del armario? –me preguntaba, mientras mi madre desde la mesa repetía la misma frase, leyéndose el pensamiento.
-Sííííí, al medio día. Está la cabeza, unas patas, canillas…; envuelto en papel de periódico –le contestaba, mirando fijamente a mi madre para confirmar que también le llegaba el mensaje- Ningún canillero. Y, además, vete tú a saber si coincide el modelo...
-Es el mismo –me ratificaba J.C.
-Bueno, ¡pues no está, joder! Qué putada… -En ese instante, la perseverancia que le obligaba a examinar cinco veces el mismo sitio, me poseyó:- De todas formas, volveré a mirar.
-Vale, no pasa nada, mañana hablamos.
Colgué el teléfono, desaminada y con ese sentimiento de culpabilidad que solo una trabajada base cristiana te puede hundir en la más absoluta de las miserias (ya puedes convertirte al budismo o ser atea; su sombra pegajosa te acompañará hasta los restos). Sin esperanzas, me dirigí a la cocina, abrí el armario y tumbé la cabeza de hierro para revisar la parte inferior. Allí estaba, rutilante como una estrella todavía por descubrir. Fue entonces cuando mi padre pasó por mi lado. Me miraba de reojo, presumiendo de cojera, un poco estirado y con la media sonrisa pintada, satisfecho porque después de cinco años de su marcha, aún hoy, se siente especial, en los pequeños momentos de la vida.
31 de agosto de 2013
Nota de la autora: si os picó la curiosidad del porqué de esta historia, visitad nuestro Facebook en Plan B, Creaciones (https://www.facebook.com/PlanBCreaciones). Aquí encontrareis qué estamos haciendo con las máquinas de mi padre. Y, sino, simplemente ¡deseadnos suerte!