por MJ
-Y además nos hace daño –reniega para sus adentros la Sra. Agustina mientras saca de la nevera un pastel con más mantequilla que nata.
Agustina se mueve pesada, enmarcado cada uno de sus pasos con el bisbiseo de unas zapatillas de andar por casa. La luz, que atraviesa los visillos de una pequeña ventana, parece su única compañía.
-¿Qué? –preguntan desde el comedor.
Es la voz de Don Antonio. Don Antonio, tras unos meses de hospitalización y por prescripción médica, se despidió con cierta amargura de la barra del bar y la botella. Forzado a borrar de un plumazo todos los instantes pletóricos de su anodina existencia, a partir de entonces se le despertó un exagerado gusto por los dulces, que le ayudaron a obnubilar sus recuerdos. De eso hará más de veinte años; sin embargo, Agustina continuaba bregando a regañadientes contra ellos, contra los malos recuerdos.
-Naaaada –contesta como cansada de repetir la misma conversación. Se chupa los dedos impregnados de azúcar caramelizado, y riza el rizo de sus arrugas para hacer un guiño de asco. –Malo hasta jartarse –sentencia- Nunca entenderé su empeño en atiborrarse con estas cosas. Y el ansia que le pone, que parece su último bocado ¡Ni que fuese vino! Ni cuando le apuraban en El Hortelano para cerrar, dejaba el vaso más limpio. Pá’mí, relame el plato ná’más girarme.
-¿Cómo? –oye desde la cocina.
En el silencio del comedor, sumergido en la penumbra, Don Antonio se aburre.
-Que, si estás sordo, no es mi problema, ¡leches! –le sacude con un grito, y apostilla en voz baja:- ¡Viejo!
Don Antonio se encoge en la silla, asustadizo:
-Mujer, no te he dicho nada para… –balbucea al reloj de pared, separando unos instantes la vista del plato de sopa, su particular ring de lucha contra el párkinson.
- Hasta el moño me tienes, Antonio –se va exasperando al ritmo que sus palabras evocan un pasado recurrente- No me has dicho nada, no me has dicho nada…, pobrecito –comienza a vociferar- ¿Y cuándo me llamabas mala puta, qué? Entonces tampoco me decías nada, ¿verdad? –Coloca el pastel sobre el mármol, cual pollo a punto de cuartear, y se hurga encorajinada en los bolsillos de la bata, gastada por el tiempo.
-Agustinilla, no te enfades conmigo también hoy, ¿podríamos tener un día en paz? –implora con lástima de mendigo a la puerta de una iglesia.
-En paz quisieras estar yo, y ya ves, no puedo –simula zanjar la discusión -¿Se pué saber dónde leñes has metido el mechero? –La tensión de la Sra. Agustina está a punto de rozar el ingreso a urgencias. –Maldigo la hora que te conocí, Antonio. M’habría tenío que quedar para vestir santos. –De tan puro sentimiento, resuena en la campana su cantar hondo del alma[i] como clímax de una procesión.
-Pero si sabes que ya no fumo… Da igual, Agustina, sin velas –se rinde –, no importa.
-¿Y quién recoge la mesa?, ¿la criada? –Acto seguido, da un giro de soldado con la adrenalina a punto para la guerra. –Mar dolor me diese, no me hubiese muerto.
Bajo el dintel, le asalta la añeja y maloliente imagen de Antonio medio descamisado, con los ojos inyectados en sangre y la mano en alto. En un destello de lucidez; o por obligada asistencia de algún ángel despistado haciendo uso y disfrute de su ocio; o acaso por simple desequilibrio etílico: estrelló el puño contra la oquedad de la puerta. Era Navidad y, vista su tardanza, se le había ocurrido ir a buscarlo al bar. Arrinconada en el quicio, se meo encima como si fuese una chiquilla chica. Espantados los dos, ella se quedó tal cual, de escultura marmórea apenas soportada por la jamba, y él se metió en el dormitorio para destrozar hasta el color de las paredes.
-Mira, Agustina, traigo los platos ¿Dónde los dejo, en la pica? –Un Antonio bobalicón, menguado y trémulo derramaba por el suelo los restos del caldo.
-Sí, ahí mismo –contesta todavía en trance.
Amparada por la perfomance en la otra punta del piso, salió y recorrió las calles cubiertas de luces destellantes, nieve y miserias, con la humedad de las medias irritándole la piel y la mancha de orín a modo de estandarte, empañando así el brillo del obsequio navideño de Don Antonio, esa bata cien por cien algodón, de un azul y naranja hoy desgastado. Con la misma, subiría a la ambulancia, a la vera de su Antonio, aullando de dolor por ataque de pancreatitis. Así lo encontró a su inexorable vuelta al hogar, rayando la madrugada. “No es mala persona, Sra. Agustina -la consolaba Juana, la mujer de El Hortelano, al enterarse- sólo tiene mala bebida. Luego, no es nadie. De verdad, aquí todo el mundo lo quiere. Incluso una vez, ya conoce usted de mi problema de cervicales, me ayudó a traer la compra. Y sin interés, sin esperar nada a cambio, porque nos aprecia. Se lo digo yo, que hay quien por un tinto…”
-¿Qué te pasa, mujer? –interrumpe Don Antonio la regresión.
Entonces cae sobre él la condena del pasado:
-Me has dejado el pasillo perdido de pringue. Claro, claro, quien friega aquí soy yo. A ti, tanto te da si me deslomo limpiando.
-Agustina, yo…
-Ni Agustina ni ostias consagrás. Eso, eso, encima, písalo –le recrimina mientras se repatría al comedor la sombra del hombre que fue, cabizbaja y derrotada.
El paso por la Unidad de Cuidados Intensivos y el uso a hurtadillas de unas pastillas durante la convalecencia, que le provocaban el vómito nada más oler el alcohol del botiquín, devolvieron a su ser a Don Antonio, medianamente. El médico, envuelto en su halo aséptico y de profesional de letra ininteligible, les advirtió del riesgo de muerte, si continuaba bebiendo. Don Antonio, temeroso de perder la absolución en el día de su Juicio Final, suplicaba perdones, y la Sra. Agustina no supo ni pudo abandonarlo en aquella habitación; tampoco, la dolorosa carga del rencor.
-Está bien, está bien. Me siento y callo.
-Más vale. Total, pa’l caso.
Al proferir los sapos de su última maldición, un atisbo de remordimiento, o de tristeza, asalta su conciencia, que nada entre las aguas de sus primeros sueños de juventud y el ocaso de su vida marital. No obstante, puesta en jarras, pronto recupera posiciones de heroína vengadora, sopla con energía sobre la visión de su pasado y voltea decidida hacia la cocina. Asida al mármol, cierra los ojos con ímpetu y, mientras su cabeza niega rápida y repetidamente, se dice, para espantar fantasmas: “Bah, y qué más da, Agustina, si ya hemos llegado hasta aquí, al menos las penas, con pan, son menos penas”. En el comedor, planta la tarta sobre la mesa: las migas de pan saltan jubilosas como niñas en una cama elástica; la llama del número setenta tiembla.
11 de abril de 2012
Salvador 04/11/2012 23:33
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