Al leve crujir de la viga de la que colgaba su padre, algunos lo habrían llamado mala suerte; Ambrosio Tártar, hijo, lo entendió como Destino, y, tiempo después, cuando la reflexión le permitió algún momento de lucidez, Juego de Dioses a merced del cual todos estamos abocados.
Durante su infancia, repleta de sospechosas ausencias, nunca le pidió un recuerdo de sus viajes y, ya en su juventud, aprendió de los tres monos sabios a ser ciego, sordo y mudo ante ciertos detalles difíciles de explicar. Llegada la edad de ser resolutivo, romper dogmas y plantar cara a todas las incertidumbres que le habían acompañado, decidió husmear sus huellas en busca de esa vida oculta que manaba, como un cántaro agrietado, por los resquicios de la rutina familiar, hasta que, amparado por las sombras, dio con aquel callejón y, simplemente, no supo reaccionar. Quizás el descubrimiento de una apasionada aventura, otra familia o incluso un oscuro negocio habrían hecho las cosas más sencillas.
Pero no, la figura de su padre iluminada por el foco lunar oscilaba frágil y perecedera, como una bandera izada al revés en señal de rendición tras la dura refriega. El gélido soplo de la noche hacía ondear abatida su capa negra, convirtiéndola en el símbolo del lastre que lo arrastraría, inevitablemente, a la tumba. Ni aun cuando escuchó el cuchillo de su grito al caer, volvió la vista atrás. Ya héroe, ya villano, Ambrosio Tártar, padre, de la misma manera que él haría con su hijo, le había decepcionado.
24 de febrero de 2013