Y a la edad de cuarenta y cinco fallecía inmersa en una noche sin luna ni estrella guía. Esperé a la madrugada callada y cuando, creí, ya era hora pasada, quise forzar mis ojos para ver la luz del alba..., pero el alba no llegaba. Entonces la ansiedad se apoderó de mí. Pensando que mis manos no se moverían, rompiendo con el miedo que me hacía muerta entre tanto silencio, impulsé mis brazos y me incorporé de medio cuerpo. De la cama fui a la ventana, pero no veía nada; di la luz de la mesita y seguía sin ver nada. Tiré la lámpara, grité, lloré, jadeé, me revolví. Luego, para cerciorar mi estado vital, me golpeé hasta los umbrales del dolor. De rodillas en el suelo, en alguna parte de la habitación, con los puños atacándome, señalándome las piernas, con la cabeza levantada, intentando separarla de mi cuerpo, pedí auxilio. Pero mi alma ya estaba partida, encarcelada entre paredes de carne y barrotes de hueso.
Mis vecinos forzaron la puerta. Posiblemente me encontraron en ese estado; también, es posible, alguien me preguntaría qué me pasaba. Yo apenas recuerdo amargamente algo. Le supliqué ayuda a un brazo o una pierna hasta que, por la fuerza, me separaron de él. Noté manos, oí voces, pero seguía sin ver nada. Ya cansada, me dejé llevar... Y mis pies desnudos se arrastraron por el fango del suelo.
Quizás pasó un día, quizás una semana. Secuestrada en mí misma, sólo era capaz de respirar ese aire esterilizado que, de tan limpio, huele a muerte mal lavada, que deja rastro en las heridas formando unas cicatrices inmaculadas que cierran, pero no acallan, al corazón que tapan. Estaba en el hospital. En él me aseaban, me peinaban... Al negarme a comer, me pusieron el suero: la aguja me taladró y el líquido espeso se arrastró por mis venas dándome una vida de la cual yo renegaba, una vida que me obligaba a curvar el torso y a hundir la cabeza en el almohadón. Con la aguja, un poro, un ladrillo había caído de mi muro -transparente para los demás, infranqueable para mí. Pronto el muro se reconstruyó. Entonces mi único contacto con el exterior fue la caricia de una mano en mi cabello.
Cuando me recuperé un poco, pedí a la enfermera hablar con el médico. Un taconeo de zueco sobre suelo plastificado se perdió en la lejanía y el taconeo retornó para ayudar a sentarme en la silla de ruedas. Fue horrible, pues al descender de la cama algo aspiró mis piernas y un vértigo se apoderó de mí; imposibilitada para calcular distancias, al poner los pies en el aire el vacío me absorbió y choqué contra el suelo (a partir de este punto, la torpeza se convirtió en mi sombra). Sentarme en la silla resultó como comprar un billete en una atracción de feria: vueltas y más vueltas, corriendo por el aire, mareándome entre voces que me esquivaban o traspasaban. Sí, eran voces, había muchas y estaban por todas partes. En el despacho, el médico me saludó por mi nombre. No estaba solo. Unos labios me besaron en la frente y me preguntaron con voz grave cómo me encontraba. Así debí hacer mi primer esfuerzo para engrasar los entresijos de mi mente: era Ernesto. No entendía qué hacía allí pero, en esos momentos, todo me daba igual. El médico me comunicó lo evidente: me había quedado ciega. La causa, un desprendimiento de retina; la solución, aceptarlo. Me daba el alta.
Y allí estaba yo, entre desconocidos. Mi ciudad natal era Barcelona, donde residía toda mi familia. Cinco años atrás me había trasladado a Madrid para trabajar con la antigua compañía de teatro a la cual había pertenecido en mi época de estudiante de filología. De aquello hacía mucho, yo había perdido todo contacto e ignoro cómo me localizaron, pero nos reunimos de nuevo. En la cena, viajamos al son de la tertulia de los viejos tiempos. Algunos habían logrado se actores más o menos renombrados; otros no tanto; el resto ni siquiera ejercíamos nuestra carrera. En la compañía, mi función era la de coordinar el grupo. En la practica, eso significaba hacer un poco de todo (inclusive alguna vez me habían obligado a salir al escenario). Así pues, decidimos emprender una nueva aventura. Yo, casi por necesidad, resolví marcharme con ellos. Cuando me descubrí entre tanta soledad un miedo aterrador me hizo la noche aun más pesada y desgarradora. Creo que lloré. Ernesto, el veterano del grupo, me ofreció su casa hasta tomar una decisión sobre mi futuro. ¿Qué iba a hacer? La pregunta me asaltó de golpe. En principio, rechazaba la idea de regresar a casa sin haberme preparado la noticia. No me consolaba volver con mis padres ni ser una carga para nadie... Mi único deseo era irme lo antes posible del hospital de donde salí la misma tarde. Casi en la puerta, casi respirando, el médico me ofreció una retaila de consejos y direcciones.
En la calle silencio, en el coche silencio, en la casa silencio. Silencio sobre silencio. Silencio perpetuo, inmutable, aplastante. Silencio contra el cual era imposible luchar. Silencio deseado, ansiado y, finalmente, silencio roto por Ernesto, confirmando mis temores. A su orden de acostarme, obedecí, con la esperanza de que el silencio retornase a mí. Es más, deseé dormir, sin embargo, no pude; debía hacer algo. No podía quedarme para los restos en casa de Ernesto…; decidí regresar a casa..., cuando estuviese preparada. Mas se sucedieron los meses y yo seguía sin estar preparada.
Así comenzó la tortura. Un guerrillero universo me emboscaba para atacarme con objetos, unos días atrás, inofensivos. La televisión me enloquecía con ruidos ensordecedores de coches, tormentas, disparos, gritos. Las sillas, siempre descolocadas, como activadas por esa parte de vida que me había sido sustraída, parecían moverse por sí solas con la única intención de provocar mi tropiezo. No podía leer, el piso me era extraño y hasta a Ernesto, en ocasiones, lo notaba nervioso con mi presencia. La locura se aguzó con el inicio de las clases para la, digamos, reincorporación a la normalidad. Me llevaron a charlas, seminarios, psicólogos... Lo peor fue el braile: Sentada en el suelo del salón, entre el sillón y la mesita, con el enorme libro sobre mis rodillas, intentaba inútilmente descifrar la geografía de su relieve. Mis manos de hojalata no me transmitían nada. Del desconsuelo pasé a la rabia y con el alma henchida en rabia busqué la causa del terrible castigo. Así pues, empecé a culparme por todo: de mi vida y de las vidas de quienes me habían rodeado, de mi inutilidad y de la carga que supondría en adelante para los demás. A veces, intuyo, Ernesto me observaba porque, cuando ya me había descargado, se aproximaba con sigilo y recogía los libros despedazados, para luego guiarme hasta la cama, donde caía exhausta.
Sí, es cierto, la sensibilidad de un ciego, rayana en lo sublime, le hace palpar con ansiedad de arqueólogo ante las puertas del santo grial, de descubrir cómo es el mundo tras los abismos de la oscuridad impermeable. Sus manos, expertas en los secretos de la alquimia, buscan convertir los poros de su piel en interfonos cuyos hilos vuelquen en su interior la esencia del color. Y aunque las manos no saben del tono aceituna en una mirada, ni de la belleza del melaza sobre una piel bañada por el sol, sus dotes de Merlín tornan al contacto en algo más que humano: ponen al descubierto todas las sutilezas escondidas tras las faldas de la adultera realidad confiada a la visión. Así redescubrí a muchas personas. Sí, los ciegos sienten con más fuerza -incluso con más sinceridad-, porque cuando se les roza el placer experimentado es doble, por lo inesperado. Idéntica razón convierte al miedo en más profundo y despiadado; el golpe es siempre más agudo y el dolor más intenso. Te atemoriza en tal grado que te inmoviliza por completo, excepto el corazón. Él sigue latiendo, con bombeo acelerado, acrecentando su sonido, amenazándote con delatarte en el desierto del silencio.
Los caminos abiertos a golpe de azada por la rutina son extraños. Comencé a orientarme por la casa y, gracias a un reloj sin cristal, me hice con el transcurrir del tiempo. Empecé a salir a la calle junto a Ernesto porque me avergonzaba coger el bastón (luego me regaló un perro-lazarillo que, de paso, me acompañaba durante sus largas horas de ausencia). Pronto se avecinó un verano insufrible que solo aliviaba sumergida en la bañera con hielo, pero cuando sacaba la cabeza a la superficie mis labios seguían resecos. Desnuda en la cama, las sábanas me ahogaban. Por eso, muchas mañanas, sabiendo que Ernesto nunca estaba en casa, apenas salía con una camiseta a prepararme el desayuno. Un día, el vaso de leche se me resbaló, calló al suelo y se hizo añicos. Paralizada, con los brazos sobre la cabeza y la cabeza entre las rodillas, noté los cristales arañar mis pies descalzos. Llorando, arrinconada, me encontró Ernesto. Con la desesperación del niño perdido en medio del bosque, me arrojé a sus brazos, besé su calor, busqué sus labios.
Hoy hemos ido a bucear. En este mar inmenso, como mi ceguera, rememoro aquel despertar en noche sin luna ni estrella guía, un año atrás. Protegida por el manto ingrávido de agua, todo sonido es simple eco del pasado que aísla mente y cuerpo para retornarme al estado embrionario. Así, sintiéndome feto he determinado finalizar el trabajo inacabado y, despistándome de la mano de Ernesto, me he quitado la máscara. El aire se va agotando de mis pulmones y lo cierto es que ya no tengo miedo. Al principio casi he luchado, pero pronto el agua ingerida ha ido apagando mi sed. Ahora hasta me parece ver una luz, allá, a lo lejos…, una luz blanca que se transforma en diáfano azul. Es el azul del cielo de cuando mi abuelo, días antes de su muerte, me llevó a pasear. Y ahora, creo, estoy llorando de nuevo; ya no de rabia, ni de dolor, ni de pena, sino porque, por primera vez, la paz me ha inundado el pecho; porque la paz, ahora lo sé, te sobrecoge y te abraza desde dentro. A punto estaba de alzar los brazos para traspasar el muro y alcanzar el hermoso azul cuando algo ha rozado mi mano (sí, los sentidos de los ciegos están muy desarrollados, porque ya sólo quedan cuatro y ellos buscan el sexto). Eran las líneas de la vida de Ernesto, cruzándose con las mías. Por ellas, hoy, he renunciado a la codiciada luz perdida; por ellas he tomado impulso para emerger hacia el exterior y recoger el hálito expulsado de mi carne, para emitir un grito que, esta vez, sería una llamada desesperada a la vida. Desde arriba, el aire fresco sobre mi piel y el sol calido en la espalda me han acogido para bautizar el inicio de mi renacer. Y es que, dándome él la mano, incluso la noche parece más hermosa.
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Idea: Mayo de 1996 Revisión: septiembre 2010