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19 febrero 2013 2 19 /02 /febrero /2013 07:15

Entonces vi en su rostro la muerte y aun intuyendo en sus manos mi agonía me quedé quieto, inmovilizado por un sentimiento que iba más allá del miedo. Esperaba, casi ansiaba, esas décimas de segundo, cuando el cuchillo se alzase y se hincase en mi carne.

Yo he sentido todo lo que un hombre puede llegar a sentir: mis ojos han visto gotas de lluvia caer en la oscuridad, mis manos han palpado la luz de un cometa lanzada a mediodía, mis labios han besado del más blanco al más negro cuerpo, mis oídos han escuchado el vuelo raso de un águila durante el ocaso. Además he llorado y he reído y he visto crecer al amanecer hasta convertirse en noche para fallecer, como yo ahora mismo, entre mis brazos. Sí, todo eso forma parte de la experiencia de una vida que es la mía. Una vida que, desde dentro y para afuera, ha impulsado el latir de mi corazón, pues siempre he sido demasiado inteligente para este mundo que gira, el muy idiota, sobre si mismo. Y me enorgullece decir que, engañándolo y usándolo, he conseguido vencerlo y doblegarlo -eso sí, solamente durante unas horas o quizás unos minutos- para que girase a mi alrededor. Sí, también es cierto que mi gran hazaña costó numerosos intentos, pero al final conseguí dar el gran salto que me condujo fuera de la órbita terrestre: allí, desde la oscuridad plena vi el firmamento; allí respiré la inexistencia, expulsando de mi cuerpo todo el aire contaminado, acumulado como ser humano; y, con un simple chasquido de mis dedos, creé la chispa que se transformó en luz..., y la luz se fundió con la inmensidad fecundando el fuego purificador. El hombre convertido en Dios destruyó lo creado por su antecesor. Luego, descansé.

A mí, que no me queda ya nada por probar, me ha sido concedida sabiduría suficiente como para saborear el último instante de todo ser. Consciente del gran privilegio, el miedo y el placer se confunden en un solo sentimiento todavía no nominado. Y es que el aprendizaje ha resultado largo, arduo y, a veces, incluso doloroso. De pequeño me gustaba jugar con fuego: la llama ardiente me hipnotizaba y nublaba mi mente..., y la llama fue creciendo a medida que mi necesidad de paz fue aumentando..., hasta que descubrí otras formas de alcanzar ese estado catatónico que tanto me desesperaba. La llama se convirtió en alcohol, y la cerveza y el güisqui se confabularon para conducirme hacia la marihuana. Ella fue mi primer gran amor: al rozar su pecho percibí el desencadenamiento de unas notas musicales que hicieron vibrar mi cuerpo y al besar sus ojos la tenue atmósfera me hizo el amor. Saciado de deseo, dejé a mi mente volar libremente.

También probé el éxtasis, el LSD, la cocaína, la más pura heroína y no sé cuántas cosas más, pero la ambición de goce siempre me ha podido y nunca tuve suficiente; ante la meta conseguida siempre había algo nuevo que saborear, algo excitante y peligroso para dar sentido a mi respirar.

Y sí, aquí estaba hoy, en el metro con mi guitarra, esperando ver repleta de monedas mi gorra, pues hoy mi amado cuerpo me pedía comida. Así ha sido hasta que este gilipollas ha pateado la gorra y en el intento de volverme me ha golpeado también a mí. Al levantar la cabeza he pensado que su rostro me resultaba conocido y, por instinto, he presentido el cuchillo alzado. Sí, hoy voy a morir y soy consciente de ello, pero lo más curioso es mi falta de miedo. Lo que siento, después de todo, es tan sólo pena. Mi carne desgarrada me ha hecho cerrar los ojos, pero tras el primer impacto he comprendido que la muerte no es ni tan dolorosa ni tan placentera. Al reabrirrlos he vuelto a ver el rostro y, para mi sorpresa, en él he reconocido el fondo de mis pupilas azules, mis cejuntas cejas, mi negro y rizado pelo, mis labios que tanto han besado... Solamente entonces he pensado en mi madre: creerá que soy un asesino. Y he llorado gotas de sangre para morir de rodillas inmerso en un negro mar de ojos y muriendo deseo, mas no obtengo, el abrazo que no poseo; un simple abrazo humano y un beso en la frente que me diga: “a pesar de todo, te quiero”.

lsorciere

11 de septiembre de 1996

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14 febrero 2013 4 14 /02 /febrero /2013 14:00

“Dime, mamá, ¿y cuándo será el incendio?”, pregunta María con pequeños tirones a su única falda por debajo de las rodillas. “Shhh”, le manda callar la madre apoyando su orden con el dedo índice sobre sus todavía maquillados labios. En el ascensor, sintió el vuelco de todas las miradas sobre ellas y se sonrojó.

Despertó sobresaltada. Se había dormido. No podría dejar a María en el colegio y llegar a la entrevista de trabajo al mismo tiempo. Así pues, improvisó. Gracias a Dios, recursos humanos entendió que, tras una noche en vela esperando indicaciones de los bomberos, no tuviese corazón para separarse de la niña.

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14 febrero 2013 4 14 /02 /febrero /2013 13:05

"Le cobran en aquella fila de la izquierda, si no le importa"  La cara de la muchacha es una oda a la lividez y al cuerpo descompuesto por ataque indiscriminado y masivo de un virus. Una arcada le dobla el torso; aplasta sus ojeras con un guiño; se cubre con la mano los labios cuarteados; gira sobre sus a talones –condenados a portar los anchos tobillos de la dependienta- y  se aleja, corriendo. Efluvios desconocidos permanecen, ingrávidos, flotando en el ambiente circense del centro comercial.

Allí me quedé, pasmado, viendo perderse en lontananza mi única posibilidad de descubrir el estante de la Barbie Top Model, minutos antes de la fiesta de cumpleaños.

 

5 de febrero del 2011

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14 febrero 2013 4 14 /02 /febrero /2013 10:43

Al oír el timbre, Raúl suelta de golpe la cuchara de su tazón de leche de antes de ir a la cama y corre impaciente hacia la mesita del teléfono. El padre lo vigila, indulgente, desde la cocina.

-Buenas noches, mami –. Su cara de travieso y su bosque de pecas resplandecen.

-Buenas noches, mi príncipe. -María olvida de pronto el duro día y le nace la narradora de cuentos: – Érase una vez un país tan blanco, tan blanco, que en Navidad todos los niños se abrigaban con bufandas y guantes de mil colores. Así, mientras jugaban en sus portales, guiaban a los Magos de Oriente en el camino hasta sus casas. –Deja pasar un minuto de silencio y continúa. - Y ahora a dormir, mi niño; mañana es Reyes.

La mirada de Raúl es un lucero.

 

 

Para mi abuela Josefa quien, a pesar de su empeño en que aprendiese a coser y a bordar, me regaló mi primer libro, Cuentos por teléfono

 

27 de noviembre de 2010

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14 febrero 2013 4 14 /02 /febrero /2013 10:14

Mi vocación nunca fue de anfitriona. Por este motivo cuando Jaime me anunció, respaldado en su habitual lema de “nena, lo dejo en tus manos”, la cena informal que tendría lugar en nuestro piso al cabo de dos semanas, no pude disimular cierto nerviosismo. Algo asombrado por mi reacción, me explicó racional y paciente como tras una larga comida de negocios con el sr. Antoni Roure i Valdés -delegado peninsular de la marca Grounch, nuevo cliente y base de los futuros ingresos de la empresa- su omnipresente jefe propuso el reencuentro en un ambiente más distendido con el fin de estrechar los recién inaugurados lazos. La céntrica ubicación de nuestro hogar no dejaba hueco para discutir dónde se celebraría tan importante evento. 

-Pero, ¿por qué aquí?, habrías podido excusarte de mil maneras: mi mujer se encuentra de viaje, estamos de obras…, un tsunami arrasó el comedor –apelé alterada.

-Cari, entiéndelo. –Y puso su cara de súplica de antes de meternos en la cama un sábado por la noche o de querer ver el partido en el bar de su amigo Paco- No podía negarme. Las cosas no funcionan, el mercado está muy mal. Del tal Roure podría depender el futuro de la empresa, nuestro futuro. Es la salvación.

Resignada me derrumbé sobre el enorme sofá tapizado en chenilla de tonalidad ceniza, armazón metálico y relleno de pluma combinado con espuma, cuya compra tanto emocionó a Jaime y a nuestra tarjeta de crédito. Se acercó zalamero a mi lado y me besó en la mejilla para dejar escapar entre dientes un suplicante “por favor”. Una firme promesa de colaboración no consiguió aumentar mi estado de irritación.

A pesar del colchón visco-látex de última generación vestido con sábanas blancas de algodón puro ribeteadas con un artesanal bordado, el sueño no resultó reparador. Me desperté en mi minimalista habitación por inspiración de algún genio del estilismo saturada por la preocupación; catorce días se me hacían cortos para preparar un hipotecado dúplex de doscientos metros cuadrados. Lo primero era darle un poco de orden, restando tiempos a los demás quehaceres: a los niños, las comidas y el cursillo de promoción interna, incluido el viaje a Londres de fin de semana, por otro lado imposible de evadir. Una opción era pedir ayuda a Conchita, recurrida canguro para nuestras salidas cada vez menos habituales, así como asistenta en la época de la abundancia. La chica, con su pelito rubio, su carita de estudiante de serie americana y su contoneo de caderas embutido en unos tejanos asfixiantes que dejaban al descubierto el hilo de su tanga de mercadillo, me producía escalofríos, pero sin duda era bastante más práctico que recurrir al falso ofrecimiento de mi marido. Una semana después y tres horas antes de coger mi vuelo, las maletas me esperaban en el recibidor nacarado y etéreo, espíritu del conjunto de mi hogar. El único elemento de color lo desprendía a través de su fresco aroma un ramo de flores silvestres adquirido por Internet en una firma de moda. A la vuelta, basándome en una encuesta previa sobre gustos musicales y posibles alergias de mis convidados, decidiría el menú definitivo y pequeños retoques gracias a los cuales conseguiría dar el encanto carente en mi persona pero necesario para la velada.

Todo se encontraba bajo mi férreo control; todo, excepto la música de un móvil justo antes de cruzar la puerta. Me giré sobre mis Manolos y busqué intrigada el origen. Sobre la consola Jaime se había olvidado su teléfono. Curiosa, lo cogí. Un mensaje de Conchita le comunicaba muy cariñosa su llegada sobre las doce de la noche cuando los niños ya se encontrasen dormidos. Me miré en el espejo y resolví que, ciertamente, mi vocación nunca había sido la de anfitriona. Fui a Londres, tal y como tenía planeado; no obstante mi estancia se alargó más de lo previsto. Sólo regresé para la tan esperada noche del viernes una vez calculé ultimada la función con los papeles del divorcio.

 

 

 

  lsorciere

21 de noviembre del 2010

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14 febrero 2013 4 14 /02 /febrero /2013 07:25

Y a la edad de cuarenta y cinco fallecía inmersa en una noche sin luna ni estrella guía. Esperé a la madrugada callada y cuando, creí, ya era hora pasada, quise forzar mis ojos para ver la luz del alba..., pero el alba no llegaba. Entonces la ansiedad se apoderó de mí. Pensando que mis manos no se moverían, rompiendo con el miedo que me hacía muerta entre tanto silencio, impulsé mis brazos y me incorporé de medio cuerpo. De la cama fui a la ventana, pero no veía nada; di la luz de la mesita y seguía sin ver nada. Tiré la lámpara, grité, lloré, jadeé, me revolví. Luego, para cerciorar mi estado vital, me golpeé hasta los umbrales del dolor. De rodillas en el suelo, en alguna parte de la habitación, con los puños atacándome, señalándome las piernas, con la cabeza levantada, intentando separarla de mi cuerpo, pedí auxilio. Pero mi alma ya estaba partida, encarcelada entre paredes de carne y barrotes de hueso.

    Mis vecinos forzaron la puerta. Posiblemente me encontraron en ese estado; también, es posible, alguien me preguntaría qué me pasaba. Yo apenas recuerdo amargamente algo. Le supliqué ayuda a un brazo o una pierna hasta que, por la fuerza, me separaron de él. Noté manos, oí voces, pero seguía sin ver nada. Ya cansada, me dejé llevar... Y mis pies desnudos se arrastraron por el fango del suelo.

   Quizás pasó un día, quizás una semana. Secuestrada en mí misma, sólo era capaz de respirar ese aire esterilizado que, de tan limpio, huele a muerte mal lavada, que deja rastro en las heridas formando unas cicatrices inmaculadas que cierran, pero no acallan, al corazón que tapan. Estaba en el hospital. En él me aseaban, me peinaban... Al negarme a comer, me pusieron el suero: la aguja me taladró y el líquido espeso se arrastró por mis venas dándome una vida de la cual yo renegaba, una vida que me obligaba a curvar el torso y a hundir la cabeza en el almohadón. Con la aguja, un poro, un ladrillo había caído de mi muro -transparente para los demás, infranqueable para mí. Pronto el muro se reconstruyó. Entonces mi único contacto con el exterior fue la caricia de una mano en mi cabello.

    Cuando me recuperé un poco, pedí a la enfermera hablar con el médico. Un taconeo de zueco sobre suelo plastificado se perdió en la lejanía y el taconeo retornó para ayudar a sentarme en la silla de ruedas. Fue horrible, pues al descender de la cama algo aspiró mis piernas y un vértigo se apoderó de mí; imposibilitada  para calcular distancias, al poner los pies en el aire el vacío me absorbió y choqué contra el suelo (a partir de este punto, la torpeza se convirtió en mi sombra). Sentarme en la silla resultó como comprar un billete en una atracción de feria: vueltas y más vueltas, corriendo por el aire, mareándome entre voces que me esquivaban o traspasaban. Sí, eran voces, había muchas y estaban por todas partes. En el despacho, el médico me saludó por mi nombre. No estaba solo. Unos labios me besaron en la frente y me preguntaron con voz grave cómo me encontraba. Así debí hacer mi primer esfuerzo para engrasar los entresijos de mi mente: era Ernesto. No entendía qué hacía allí pero, en esos momentos, todo me daba igual. El  médico me comunicó lo evidente: me había quedado ciega. La causa, un desprendimiento de retina; la solución, aceptarlo. Me daba el alta.

   Y allí estaba yo, entre desconocidos. Mi ciudad natal era Barcelona, donde residía toda mi familia. Cinco años atrás me había trasladado a Madrid para trabajar con la antigua compañía de teatro a la cual había pertenecido en mi época de estudiante de filología. De aquello hacía mucho, yo había perdido todo contacto e ignoro cómo me localizaron, pero nos reunimos de nuevo. En la cena, viajamos al son de la tertulia de los viejos tiempos. Algunos habían logrado se actores más o menos renombrados; otros no tanto; el resto ni siquiera ejercíamos nuestra carrera. En la compañía, mi función era la de coordinar el grupo. En la practica, eso significaba hacer un poco de todo (inclusive alguna vez me habían obligado a salir al escenario). Así pues, decidimos emprender una nueva aventura. Yo, casi por necesidad, resolví marcharme con ellos. Cuando me descubrí entre tanta soledad un miedo aterrador me hizo la noche aun más pesada y desgarradora. Creo que lloré. Ernesto, el veterano del grupo, me ofreció su casa hasta tomar una decisión sobre mi futuro. ¿Qué iba a hacer? La pregunta me asaltó de golpe. En principio, rechazaba la idea de regresar a casa sin haberme preparado la noticia. No me consolaba volver con mis padres ni ser una carga para nadie... Mi único deseo era irme lo antes posible del hospital de donde salí la misma tarde. Casi en la puerta, casi respirando, el médico me ofreció una retaila de consejos y direcciones.

   En la calle silencio, en el coche silencio, en la casa silencio. Silencio sobre silencio. Silencio perpetuo, inmutable, aplastante. Silencio contra el cual era imposible luchar. Silencio deseado, ansiado y, finalmente, silencio roto por Ernesto, confirmando mis temores. A su orden de acostarme, obedecí, con la esperanza de que el silencio retornase a mí.  Es más, deseé dormir, sin embargo, no pude; debía hacer algo. No podía quedarme para los restos en casa de Ernesto…; decidí regresar a casa..., cuando estuviese preparada. Mas se sucedieron los meses y yo seguía sin estar preparada.

Así comenzó la tortura. Un  guerrillero universo me emboscaba para atacarme con objetos, unos días atrás, inofensivos. La televisión me enloquecía con ruidos ensordecedores de coches, tormentas, disparos, gritos. Las sillas, siempre descolocadas, como activadas por esa parte de vida que me había sido sustraída, parecían moverse por sí solas con la única intención de provocar mi tropiezo. No podía leer, el piso me era extraño y hasta a Ernesto, en ocasiones, lo notaba nervioso con mi presencia. La locura se aguzó con el inicio de las clases para la, digamos, reincorporación a la normalidad. Me llevaron a charlas, seminarios, psicólogos... Lo peor fue el braile: Sentada en el suelo del salón, entre el sillón y la mesita, con el enorme libro sobre mis rodillas, intentaba inútilmente descifrar la geografía de su relieve. Mis manos de hojalata no me transmitían nada. Del desconsuelo pasé a la rabia y con el alma henchida en rabia busqué la causa del terrible castigo. Así pues, empecé a culparme por todo: de mi vida y de las vidas de quienes me habían rodeado, de mi inutilidad y de la carga que supondría en adelante para los demás. A veces, intuyo, Ernesto me observaba porque, cuando ya me había descargado, se aproximaba con sigilo y recogía los libros despedazados, para luego guiarme hasta la cama, donde caía exhausta.

Sí, es cierto, la sensibilidad de un ciego, rayana en lo sublime, le hace palpar con ansiedad de arqueólogo ante las puertas del santo grial, de descubrir cómo es el mundo tras los abismos de la oscuridad impermeable. Sus manos, expertas en los secretos de la alquimia, buscan convertir los poros de su piel en interfonos cuyos hilos vuelquen en su interior la esencia del color. Y aunque las manos no saben del tono aceituna en una mirada, ni de la belleza del melaza sobre una piel bañada por el sol, sus dotes de Merlín tornan al contacto en algo más que humano: ponen al descubierto todas las sutilezas escondidas tras las faldas de la adultera realidad confiada a la visión. Así redescubrí a muchas personas. Sí, los ciegos sienten con más fuerza -incluso con más sinceridad-, porque cuando se les roza el placer experimentado es doble, por lo inesperado. Idéntica razón convierte al miedo en más profundo y despiadado; el golpe es siempre más agudo y el dolor más intenso. Te atemoriza en tal grado que te inmoviliza por completo, excepto el corazón. Él sigue latiendo, con bombeo acelerado, acrecentando su sonido, amenazándote con delatarte en el desierto del silencio.

   Los caminos abiertos a golpe de azada por la rutina son extraños. Comencé a orientarme por la casa y, gracias a un reloj sin cristal, me hice con el transcurrir del tiempo. Empecé a salir a la calle junto a Ernesto porque me avergonzaba coger el bastón (luego me regaló un perro-lazarillo que, de paso, me acompañaba durante sus largas horas de ausencia). Pronto se avecinó un verano insufrible que solo aliviaba sumergida en la bañera con hielo, pero cuando sacaba la cabeza a la superficie mis labios seguían resecos. Desnuda en la cama, las sábanas me ahogaban. Por eso, muchas mañanas, sabiendo que Ernesto nunca estaba en casa, apenas salía con una camiseta a prepararme el desayuno. Un día, el vaso de leche se me resbaló, calló al suelo y se hizo añicos. Paralizada, con los brazos sobre la cabeza y la cabeza entre las rodillas, noté los cristales arañar mis pies descalzos. Llorando, arrinconada, me encontró Ernesto. Con la desesperación del niño perdido en medio del bosque, me arrojé a sus brazos, besé su calor, busqué sus labios.

Hoy hemos ido a bucear. En este mar inmenso, como mi ceguera, rememoro aquel despertar en noche sin luna ni estrella guía, un año atrás. Protegida por el manto ingrávido de agua, todo sonido es simple eco del pasado que aísla mente y cuerpo para retornarme al estado embrionario. Así, sintiéndome feto he determinado finalizar el trabajo inacabado y, despistándome de la mano de Ernesto, me he quitado la máscara. El aire se va agotando de mis pulmones y lo cierto es que ya no tengo miedo. Al principio casi he luchado, pero pronto el agua ingerida ha ido apagando mi sed. Ahora hasta me parece ver una luz, allá, a lo lejos…, una luz blanca que se transforma en diáfano azul. Es el azul del cielo de cuando mi abuelo, días antes de su muerte, me llevó a pasear. Y ahora, creo, estoy llorando de nuevo; ya no de rabia, ni de dolor, ni de pena, sino porque, por primera vez, la paz me ha inundado el pecho; porque la paz, ahora lo sé, te sobrecoge y te abraza desde dentro. A punto estaba de alzar los brazos para traspasar el muro y  alcanzar el hermoso azul cuando algo ha rozado mi mano (sí, los sentidos de los ciegos están muy desarrollados, porque ya sólo quedan cuatro y ellos buscan el sexto). Eran las líneas de la vida de Ernesto, cruzándose con las mías. Por ellas, hoy, he renunciado a la codiciada luz perdida; por ellas he tomado impulso para emerger hacia el exterior y  recoger el hálito expulsado de mi carne, para emitir un grito que, esta vez, sería una llamada desesperada a la vida. Desde arriba, el aire fresco sobre mi piel y el sol calido en la espalda me han acogido para bautizar el inicio de mi renacer. Y es que, dándome él la mano, incluso la noche parece más hermosa.

 

  lsorciere

 

Idea: Mayo de 1996    Revisión: septiembre 2010

 

 

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8 febrero 2013 5 08 /02 /febrero /2013 22:01

-Lleva horas durmiendo en su cunita como un ángel –anuncia María desde el quicio de la puerta y, a medida que la ola de sus palabras avanza, el murmullo de la habitación se va apagando, hasta quedar suspendido en el aire el tintineo de una cucharilla impertinente.

Una mueca, emulando una sonrisa, crispa su cara, mientras se frota las manos con fruición. En los cercos de sus ojos se refleja el negror de su vestido y las noches de insomnio. Graciela, su hermana, por fin reacciona y la abraza.


30 de enero de 2013  

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28 enero 2013 1 28 /01 /enero /2013 14:01

 

Todavía recuerdo con nostalgia el refugio de mi infancia. Lo construí yo mismo en El Lado Oscuro del bosque, suspendido por el follaje de la copa más alta, para jugar a héroes y villanos fuera del alcance de las reprimendas de mi madre. Allí me escondía al salir de clase. Tiraba la vara y el sombrero negro en un rincón y me ataba la túnica azul eléctrico al cuello a modo de capa. Me imaginaba, sobretodo, tipo Batman o Spiderman que, tras las sombras de la ciudad, velaba por el cumplimiento de la ley y el orden.  Niño torpe, cuando perdía el equilibrio al saltar de un árbol a otro simulando viajar entre rascacielos, mascullaba pequeñas injurias copiadas de los tebeos cuyo significado desconocía. Me soñaba enamorado de bellas mujeres de marcado carácter, fuertes e independientes; mi silueta se perfilaba entre viñetas como un ser misterioso que se expresaba, contundente, a través de escuetos bocadillos. Espíritu rebelde, mis compañeros sólo veían en mí a un bicho raro, obsesivo y monotemático.

 

Nunca pude ver realizados mis sueños. De familia alquimista, cuya genealogía se perdía en los confines de los tiempos, mi futuro estaba predestinado. Ciertamente, dejar el oficio de mago hubiese supuesto una gran decepción para mis padres.  Bueno, después de todo, vivir entre encantamientos también llegaría a ser emocionante. Las lenguas vernáculas fueron complicadas. La gente desconoce la base artesanal de este trabajo, carente de  reconocimiento oficial. Por eso, en una voluntad modernizadora, mis conjuros repletos de latinajos siempre se inician con una invocación a las “santas sardinas enlatadas” y concluyen con un sonoro “¡Caracoles!” que, a veces, sustituyo por un “¡Telaraña! ¡Vuela!, ¡arriba y muy lejos! ¡Shazam!”. Como decía recientemente Batman ,“a veces es sólo la locura lo que nos hace ser lo que somos".

 

 

22 de octubre de 2011

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28 enero 2013 1 28 /01 /enero /2013 13:39

Manuela se sentó en el sillón con la parsimonia de un dinosaurio, a la espera de la llegada del ocaso de su especie.


2 de junio de 2012

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28 enero 2013 1 28 /01 /enero /2013 13:25

-¿Por qué me mira así? –vociferó la muchacha, interrumpiendo el espectáculo. Palpitaba el pecho desnudo y, en el trasfondo, Joe Cocker se desgañitaba como si fuese un directo con Kim Basinger

-¿Cómo? –balbuceó el hombre, sorprendido al tomar su copa. Su mirada buscaba, inquieta, la cámara oculta.

-¿Nunca había visto una mujer, so necio? –La bailarina rezumaba aceite corporal; el haz de luz sucia por el humo borraba los estragos de la noche sobre su rostro

Seguridad acudió, eficiente, y la arrancó del escenario como a la mala hierba en un jardín de flores. Tales actitudes no estaban permitidas en el trabajo.

 

18 de febrero de 2011

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