Cada mes de abril, cuando por fin parece que el bálsamo del tiempo ha cicatrizado y asumo resignada mi rutina rutinaria, recibo una carta donde afirma haber dejado de quererme. Es una carta escueta, bien escrita, de letra pulcra, sin demasiadas florituras ni palabras desubicadas. Camuflada entre las demás como anónimo de un secuestro, a su arribo, caigo de nuevo: otra vez revivo la condena del abandono, entro en una espiral de desgana y la carcoma de la dejadez inicia su andadura por mi cuerpo. Y mientras pienso que no contaba con que hasta ese momento hubiese podido amarme, olvido en un cajón la única sombra de ojos favorecedora al tono de mi piel y hasta cómo dar volumen a mi pelo, el cual se torna poco a poco en un estropajo rebelde y amorfo, y en mi cárcel de copla sin barrotes me convierto en una vieja, malvada y fea. Así, hasta el próximo abril, cuando por fin parece que el bálsamo del tiempo ha cicatrizado y una luz juguetona asoma por la claraboya con el falso anuncio del término de mi cautiverio; entonces, sólo entonces, recibo una carta.
18 de abril de 2012