Yo no sé de historia, pero sé lo que recuerdo y lo que recuerdo es esto:
Yo en el s. XVI ya era hombre. Vivía –a veces en mi sueño la veo- en una austera cabaña sin espejos. Por eso, mi rostro en mi memoria siempre resulta algo difuso, marcado por los tenues pliegues de las aguas del lago, a cuyos pies se abrían los pasadizos secretos de mi frondoso palacio donde, por suelo, tenía agreste, húmeda y mohosa roca; por todo ornamento, ciento un árbol; en mis aposentos, apenas algo más que un camastro. Allí, mi lago –pequeño, cristalino, silencioso como el alma que reposa- respiraba con el latido de las truchas: continuo, monótono, despacio.
En aquel entonces, las fronteras de Europa para mí eran meras verjas de jardines infinitos. A ellos brindaba visitas de pleitesía cada cierto tiempo: bien fuese, impuesto por las necesidades de la supervivencia, para practicar el burdo trueque (mi mujer, que ahora duerme, a menudo me cuenta como, a media noche, nombro medidas antiguas y raros latines, como regateo con pieles, resinas y confituras por vestidos y camisas); bien para ejercer, al arribo de un mensaje cifrado requiriendo unos servicios, mi extraño oficio (extraño y de origen tan desconocido que nunca generó escuela), pues, en un mundo de miradas imprecisas, yo cazaba las oscuras esencias de los hombres.
Por la gracia de mi don, yo habría podido ser, como aquellos para quienes trabajaba, un prohombre, amasar inmensas fortunas, financiar descubrimientos e inventos de la época... Pero nunca mis deseos abrigaron grandes ambiciones, que yo recuerde, o al menos ambiciones relacionadas con la acumulación de poder y de capital, santos patrones de nuestra actual economía, y siempre me conformé con una vida solitaria, casi ermitaña, que se mantuvo en sano equilibrio entre el hermetismo y la reflexión y las mundanales experiencias urbanas y cortesanas.
Más por intuición que por rememoración propia, deduzco en mi oficio los albores de una todavía embrionaria psicología, cuyos últimos penosos resultados han sido vulgares psicotécnicos para cajeras de supermercado, convirtiendo el arte de la observación en puro cuestionario. Porque mi oficio, como el homo afarensis, formó parte de la evolución, extinguiéndose en el camino. Y aunque en el s. XVI nadie, como yo ahora, conocía mi rostro, de boca en boca se propagó mi fama de hombre justo y en todas las lenguas se alabaron las grandezas de mi arte. Yo era el cazador de esencias.
La razón de mi renombre no fue otra sino que, ya entonces, la mentira, el deshonor y la falta de palabra comenzaban a ser moneda de cambio en todos los negocios, acostumbrándose la gente, cada vez más, a dejarse llevar por los bellos vocablos, los bellos objetos y los bellos cuerpos, deslumbrando y desviando la atención con el único fin de usar y timar.
Mis diversas y variadas técnicas de investigación dependieron siempre de dónde se realizaba el negocio que debía evaluar. En algunas ocasiones, si este se llevaba a cabo en ambiente hogareño y cerrado, me camuflaba entre el servicio. En otras muchas, mi inventiva se ampliaba convirtiéndome en representante de inexistentes casas de joyas, en noble, en caballero, en vendedor de frutas. Y en casi todas ellas me vi en hostales y burdeles, ya fuese en mesa o cama vecina, saboreando y compartiendo con todos aquellos banqueros, incipientes burgueses, marchantes, mercaderes e incluso reyes los placeres de los sentidos.
De esta manera escuchaba, estudiaba y analizaba sin ser visto conversaciones privadas: escuchaba, al cerrar los ojos, el tono y el timbre de sus voces; con la mente en profundo silencio, estudiaba el alo de sus gestos navegando en el viento; analizaba sobre todo, como al buen vino dejándolo reposar primero, el aroma desprendido de cada uno de sus actos. Era especialmente a partir de los más superfluos, aquellos que se pierden en el inconsciente para luego aflorar por dentro tal que si soplo de dioses fuesen, como conseguía conocer los más sinceros sentimientos: si la persona por la cual yo había sido contratado respondería a lo pactado, si sería honesta, resuelta y firme o si, por lo contrario, su avaricia o su pedantería o su cobardía (o todo junto, que casos también los había) rompería cualquier posible acuerdo. Sin embargo, los honorarios cobrados a cambio de tan valiosa información en ningún momento hicieron pequeña sombra a las ingentes sumas manejadas por las excelentísimas damas y los ilustres caballeros cuyos retratos y largos nombres plagan las páginas de la historia.
De todo lo que fui, de todo lo que viví, hoy nada queda. Apenas cuatro sueños difíciles de descifrar cuando el mundo, desde entonces y hasta ahora, ha cambiado tanto. Fugaces risas, susurros prohibidos cantados a media voz cuando la operación alcanzaba su cenit. Palabras secretas que nunca fueron escritas. Y si bien es cierto que, tras tanto sentir, despierto sudoroso y sediento, también lo es que no me arrepiento ni reniego de mi larga experiencia: a ella debo mi sabiduría añeja y a ella agradezco el poder saborear la desnuda sencillez de mi mujer junto a mi almohada. Su respiración, entremezclada con el cantar de los pájaros y de las tabernas, me muestra mi más apreciada esencia.
Y, ahora, unos minutos de silencio, ella se despereza.
Flora 10/05/2010 12:26
MJ 10/05/2010 18:32
Flora 10/04/2010 10:55
MJ 10/04/2010 21:58
Flora 10/01/2010 12:59
MJ 10/01/2010 20:42
Flora 09/30/2010 13:45
MJ 09/30/2010 21:53