Entonces vi en su rostro la muerte y aun intuyendo en sus manos mi agonía me quedé quieto, inmovilizado por un sentimiento que iba más allá del miedo. Esperaba, casi ansiaba, esas décimas de segundo, cuando el cuchillo se alzase y se hincase en mi carne.
Yo he sentido todo lo que un hombre puede llegar a sentir: mis ojos han visto gotas de lluvia caer en la oscuridad, mis manos han palpado la luz de un cometa lanzada a mediodía, mis labios han besado del más blanco al más negro cuerpo, mis oídos han escuchado el vuelo raso de un águila durante el ocaso. Además he llorado y he reído y he visto crecer al amanecer hasta convertirse en noche para fallecer, como yo ahora mismo, entre mis brazos. Sí, todo eso forma parte de la experiencia de una vida que es la mía. Una vida que, desde dentro y para afuera, ha impulsado el latir de mi corazón, pues siempre he sido demasiado inteligente para este mundo que gira, el muy idiota, sobre si mismo. Y me enorgullece decir que, engañándolo y usándolo, he conseguido vencerlo y doblegarlo -eso sí, solamente durante unas horas o quizás unos minutos- para que girase a mi alrededor. Sí, también es cierto que mi gran hazaña costó numerosos intentos, pero al final conseguí dar el gran salto que me condujo fuera de la órbita terrestre: allí, desde la oscuridad plena vi el firmamento; allí respiré la inexistencia, expulsando de mi cuerpo todo el aire contaminado, acumulado como ser humano; y, con un simple chasquido de mis dedos, creé la chispa que se transformó en luz..., y la luz se fundió con la inmensidad fecundando el fuego purificador. El hombre convertido en Dios destruyó lo creado por su antecesor. Luego, descansé.
A mí, que no me queda ya nada por probar, me ha sido concedida sabiduría suficiente como para saborear el último instante de todo ser. Consciente del gran privilegio, el miedo y el placer se confunden en un solo sentimiento todavía no nominado. Y es que el aprendizaje ha resultado largo, arduo y, a veces, incluso doloroso. De pequeño me gustaba jugar con fuego: la llama ardiente me hipnotizaba y nublaba mi mente..., y la llama fue creciendo a medida que mi necesidad de paz fue aumentando..., hasta que descubrí otras formas de alcanzar ese estado catatónico que tanto me desesperaba. La llama se convirtió en alcohol, y la cerveza y el güisqui se confabularon para conducirme hacia la marihuana. Ella fue mi primer gran amor: al rozar su pecho percibí el desencadenamiento de unas notas musicales que hicieron vibrar mi cuerpo y al besar sus ojos la tenue atmósfera me hizo el amor. Saciado de deseo, dejé a mi mente volar libremente.
También probé el éxtasis, el LSD, la cocaína, la más pura heroína y no sé cuántas cosas más, pero la ambición de goce siempre me ha podido y nunca tuve suficiente; ante la meta conseguida siempre había algo nuevo que saborear, algo excitante y peligroso para dar sentido a mi respirar.
Y sí, aquí estaba hoy, en el metro con mi guitarra, esperando ver repleta de monedas mi gorra, pues hoy mi amado cuerpo me pedía comida. Así ha sido hasta que este gilipollas ha pateado la gorra y en el intento de volverme me ha golpeado también a mí. Al levantar la cabeza he pensado que su rostro me resultaba conocido y, por instinto, he presentido el cuchillo alzado. Sí, hoy voy a morir y soy consciente de ello, pero lo más curioso es mi falta de miedo. Lo que siento, después de todo, es tan sólo pena. Mi carne desgarrada me ha hecho cerrar los ojos, pero tras el primer impacto he comprendido que la muerte no es ni tan dolorosa ni tan placentera. Al reabrirrlos he vuelto a ver el rostro y, para mi sorpresa, en él he reconocido el fondo de mis pupilas azules, mis cejuntas cejas, mi negro y rizado pelo, mis labios que tanto han besado... Solamente entonces he pensado en mi madre: creerá que soy un asesino. Y he llorado gotas de sangre para morir de rodillas inmerso en un negro mar de ojos y muriendo deseo, mas no obtengo, el abrazo que no poseo; un simple abrazo humano y un beso en la frente que me diga: “a pesar de todo, te quiero”.
11 de septiembre de 1996