Sonó el teléfono como siempre suena en medio del silencio, con su timbre abrupto e inesperado, porque, cuando esperas la llamada, nunca llega y, cuando el tiempo pasa, ya no esperas nada: La voz controlada de la enfermera desde el hospital, la confirmación a un trabajo, una cita, una promesa o, simplemente, una respuesta a tus plegarias. Y de tanto esperar una señal, Carlota había cambiado el tono de su móvil y hasta el móvil, con el único fin de insensibilizarse a su sutil reclamo y romper su dependencia. Por eso, al escuchar la nueva musiquilla, acudió con la naturalidad de quien se va a preparar unas tostadas para el almuerzo, sabiendo que, aunque mantuviese su paso sereno, lo descolgaría a tiempo y, sino, lo intentarían más tarde.
-¿Sí, dígame? –el número no aparecía registrado en su agenda.
-¡Me!, jajaja
-¿Perdón? –su memoria RAM intentaba localizar la procedencia de la voz.
-Carlota, soy yo, Alejandro, –un poco descolocado ante la inesperada respuesta, se identificó.
-Ah, perdona, es que… -Carlota se detuvo en medio del comedor, hierática, sin saber muy bien cómo terminar la frase.
Alejandro, desde el otro lado del universo, interrumpió la incómoda situación:
-Todo bien, imagino. Me acordé de ti y no lo pensé dos veces.
-Ah, qué bien
Sin ataduras familiares fuertes ni apoyos económicos o morales significativos, adicta al trabajo por mera supervivencia, Carlota había adaptado sus carencias a una flexibilidad laboral transmigratoria. La pista de Alejandro la perdió haría algo más de un año. Se cruzaron por última vez, recordaba, en una reunión de escalera, a la cual, debido a su condición de eventual inquilina, sólo bajó por coincidir con él. Pero, para entonces, Alejandro ya se mantenía a una discreta distancia.
-Estoy en Madrid. Organizo un máster de ventas por teléfono y quizás te interese. –El mutismo de Carlota dio cancha al ponente-. A su clausura, se asigna una base de datos a los asistentes, mediante la cual pueden desarrollar desde su casa un lucrativo negocio...
-Esto, no entiendo nada, Alejandro –se atrevió a balbucear.
Lo conoció en Valladolid. Con Alejandro, de manera incomprensible, el carácter individualista de Carlota, marcado por la trashumancia, pasó de superfluas conversaciones de ascensor a cordiales visitas entre vecinos hasta terminar, invariablemente una vez al mes, en la cama. A parte de los encuentros calculadamente improvisados, sus charlas sobrevolaban, hábiles, la difusa línea entre lo profundo y lo anecdótico, rayando incluso la pura cortesía, con tal de eludir cualquier comentario que rompiese el encanto del simulacro hogareño. Carlota, ave migratoria, se escondía bajo sus alas; y se dejaba envolver, cual vagabundo bajo cartón, por la calidez del castillo de naipes, evidente cuando, aun la proximidad, un respetuoso aviso telefónico anunciaba la ingerencia en tierra ajena en base a una excusa.
-Bueno, da igual, ¿por qué no quedamos sobre las siete? -El pitido de la tostadora fue la única respuesta-. Te paso a buscar y te cuento ¿Calle de la Magdalena, junto al metro, verdad? –Alejandro parecía entusiasmado.
Allí se quedó Carlota: sin palabras, con el café frío, las tostadas quemadas y el viejo chándal salpicado de lejía, reservado para las mudanzas.
Carlota se trasladaría a Madrid, le comunicó el jefe del departamento de recursos humanos. En el mismo rellano donde se habían conocido, su falta de arraigo a ningún lugar, brusca y desconsiderada, notificó la noticia, delante de varias personas más. Pasados unos días, al terminar de empaquetar los bártulos, Alejandro se despidió con un beso en la frente y desapareció de su vida, absorbido por uno de esos extraños agujeros negros, objeto de estudio de los científicos ¿Quién iba a imaginar un último beso así, que la noche anterior no se volviese a repetir o que elegiría un eufemístico “quedamos” como sustituto del mil veces más desagradable adiós para siempre?, se preguntaba doce finales de mes después, mientras fumaba sentada sobre una pila de libros. Del abanico de los quizás, el que le había tocado, al menos, lo tenía merecido.
Comió con apetito, le pasó el mocho al piso y cerró la última caja. Treinta minutos antes de la hora convenida, Carlota se estaba examinando el bello de las axilas y el pubis, algo salvajino, frente al espejo. Había tenido suerte, pensaba; cabalgando entre los desvaríos de la ovulación, esa semana se sentía delgada e incluso guapa; “de todas formas, hoy no me depilo”, decidió en voz al alta, y se duchó. Al amago de llamada, descolgó el móvil, como acostumbraba, y se echó el bolso al hombro. Bajando las escaleras, le azuzó la incertidumbre de si había hecho bien en negarse en redondo ante cualquier posibilidad; las pinzas de las que había pendido la relación eran endebles y de mala calidad, lo entendía, pero un comentario, una recriminación al pasado, un acuse de frialdad, un porqué, un “lo siento, ya no me apetecías y no tuve valor”, una explicación, quizás… En el portal se saludaron con dos besos educados:
-Hola, Carlota, te veo muy bien –sonrió.
-Gracias. Yo a ti, también. –La tensión le estiraba incluso la piel de las ojeras.
-Bueno, bueno –titubeó y, con la vista en el infinito, soltó del tirón: -Te estamos esperando en el café de Atocha. Sólo faltas tú.
-Ah, bien, pues a qué esperamos. –El mundo de los quizás es infinito, arbitrario y sorpresivo, confirmó Carlota.
Caminaron a paso ligero, con una urgencia embarazosa pisándoles los talones, hasta alcanzar el local reservado para el gran acontecimiento. Allí se encontraron con un barullo de gente a quien una mujer de mediana edad, con ropa de imitación a la elegancia y mal planchada, pretendía ordenar a voz en grito. Carlota, obediente, se sentó en un rincón, pidió un cortado y se dispuso a practicar el absentismo mental de su época de estudiante. Alejandro desplegó delante del heterogéneo público (jóvenes en busca de su primer empleo, activas amas de casa, hombres cansados de rebuscar otra oportunidad y alguna que otra mente avispada) todas las armas de su rica dialéctica en beneficio del único máster de ventas por teléfono que facilitaba a sus alumnos, en exclusiva y de forma legal, la mayor base de datos para impulsar el negocio de tus sueños.
Transcurrida las dos horas de rigor, la gente salió despavorida a la calle para fumar.
-¿Qué te ha parecido? Es un método muy innovador.
-No sé qué decirte. Lo cierto es que mañana me traslado a Murcia.
-Bueno, a parte de eso, desde casa…
-Lo siento, no me interesa –le cortó, incapaz de simular mayor grado de paciencia.
-Esta bien, -Alejandro se refugió dentro de su cartera hasta dar con unos papeles-, pero si conoces a alguien, por ejemplo, un compañero, te doy estos folletos y quizás…
-Sí, claro, quizás. –Carlota los tomó por puro formalismo-. No te entretengo más, Alejandro. Además, a las cinco de la madrugada debo estar en pie.
Y ya buscando en el entorno almas más cándidas y mejor predispuestas, Alejandro, por una vez, se despidió:
-Adiós, me gustó verte de nuevo. No te olvides los folletos, repártelos entre tus conocidos –apostilló.
-Sí, sí, lo haré.
Dos besos de rigor después, Carlota subía la calle Atocha con ese ruido de tacones que se deja interpretar como seguridad, pero que sólo camufla los golpes de una mente confusa, triste y enfadada consigo misma. Al tomar la esquina de Magdalena, en un decidido arranque, sacó los panfletos satinados: miró a la chica de melena lisa y morena, apenas maquillada, y a su amplia sonrisa enmarcada por unos auriculares inalámbricos, que ponía de manifiesto su profunda autosatisfacción; y aún se sintió más derrotada. Tomó aire y los tiró en la primera papelera que se le cruzó en el camino, mientras se recriminaba su tremenda estupidez. Bueno, al fin y al cabo, tenía lo que se lo merecía, recordó por enésima vez.
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28 de noviembre de 2011