-Ya te he dicho que…,-e intenta modular el tono hacia la contención
Luisa, apoyada en el quicio de la ventana del piso superior, no puede ver la cara. Es limpiadora y cada día, hacía las doce, hace un descanso para fumarse un cigarrillo; cada día, mientras fuma, escucha la conversación del mismo vecino. Las bambas se mueven de un extremo a otro del patio, nerviosas
-No, no, no puedo ir, cariño –replica con una cadencia que roza el murmullo y, poco a poco, los pasos se van ralentizando.
Desde que dejaron de utilizarse las máquinas de escribir, las galerías de interior en los edificios de despachos del centro, normalmente, son silenciosas, excepto esta.
-Estoy en el hospital y…-Intenta mostrarse enérgico pero flaquea en la conjunción y da cancha a la objeción de su interlocutora.
Es como participar de público en la grabación de una radionovela: A principio de año, todo son palabras lisonjeras, arrumacos, urgencia de citas que van desfalleciendo a medida que caen las estaciones. Luisa se engancha a todas. No puede evitarlo.
-Lo siento, mañana tampoco podré ir –concluye.
Los bajos de los tejanos desparecen y retumba el golpe acristalado de la puerta hasta la quinta planta. Un tintineo de cucharilla al chocar con la porcelana de una taza la devuelve a la realidad, apaga el cigarrillo y se guarda el mechero en el bolsillo de su bata. “¡Hombres!, el mejor, colgao”, piensa al termino del culebrón, mirando fijamente al palo de la escoba, cual Shakespeare.
14 de octubre de 2011