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23 marzo 2013 6 23 /03 /marzo /2013 09:55

 

Nunca quise luces ni cariños excesivos, ni fui amante de amores imposibles. Sencillamente pasó la vida, como el río atraviesa el bosque en la madrugada, entre murmullos. Supongo que, en mi yo más interno, esto nunca fue del todo cierto; sin embargo, opté por ello. Podría haber elegido ser diferente, podría haber deseado..., no sé, adquirir la personalidad de un ser intrépido. Pero no, jamás tuve el coraje suficiente, ni la fuerza, ni anhelos y siempre mi comodidad se antepuso a todo deseo. Aun así, no me arrepiento.

   Sospecho que esta autocomplacencia mía fue causa de grandes decepciones entre quienes pensaban lo mucho que yo podría alcanzar con mi empeño. De todas formas, hoy carece de importancia.

   Todavía recuerdo las doce espirales blancas – pequeñas torres con sus banderitas incendiarias- de mi pastel de cumpleaños. Ese día conocí a Roberto; unos meses después, tuve mi primera menstruación. Por entonces yo ya era un ente kafkaiano y medio autista, incapaz de mostrar o generar sentimientos más allá de los preestablecidos por las formalidades sociales; así pues, crecí a la sombra de sus antojos y conveniencias sin ningún problema y, salvo las confusiones propias de la edad, tuve una adolescencia saludable, junto a él. Durante nuestra etapa bachiller, el niño de pelo pajizo y rasgos angelicales se convirtió en un joven prometedor. En base a ello, decidimos cursar Derecho para, finalmente, pasar a esa etapa de la convivencia, tan codiciada por cualquier pareja prudente. A lo largo de todos esos años, me dediqué con empeño al estudio de sus obligaciones; de sus compañeros de fútbol, de clase y, luego, de trabajo así como de sus profesores y jefes..., intentando complacerlo a través del análisis de sus posibilidades en cada momento con la profesionalidad de un empleado modelo, consciente de que mientras me necesitase permanecería a mi lado. Todo ello, con la rectitud y el saber estar de quien ha nacido con una visión periférica y el don de la paciencia y la serenidad.

Ni un ápice de mi vida fue relegado en pos de su ventura. De hecho,   Roberto se convirtió en uno de mis mayores éxitos, si bien ni mi familia ni mis pocos amigos entenderían mi entera dedicación a su persona, rayana en un profundo servilismo. Envuelto en palabras más o menos hermosas, abogaban por la lucha del individuo, por la independencia del ser frente a su entorno y su poder de decisión para encarar las circunstancias. En fin, deseaban ver aquel exhaustivo trabajo de noches sin dormir invertido en mí (mi carrera sólo fue un instrumento para ayudarme a desenvolverme en el medio donde con posterioridad trabajaría Roberto; mientras que, en la cama, me esforzaba con inquebrantable vocación de geisha). Yo hacía oídos sordos a sus discursos, pues sabía que, de cualquier modo, eran ellos quienes subliminalmente echaban mano, de vez en cuando, de mi habilidad camaleónica para suplir sus carencias, cartílagos desgastados por el rítmico goteo del reloj vital. Mi carácter plano se convirtió en carta comodín usada a modo de puente entre estados emocionales o necesidades puntuales.

   Todo cambio de repente. Una noche Roberto no volvió a casa. Por primera vez preocupada (un cosquilleo inaudito me cerraría la boca del estómago una temporada), dejé pasar las horas, mientras barajaba todas las probabilidades: un accidente, una reunión excesivamente larga que le habría forzado a dormir en el despacho, un improvisado cliente, un amigo…, cualquier cambio de planes surgido a última hora. Le llamé avanzada la mañana para no molestarle y sólo supo contestarme que se encontraba muy atareado. Esperé. Una noche se sumó a la otra, y a la otra, y a la otra. Roberto nunca regresó.

   Jamás celebramos ningún tipo de ceremonia por nuestra vida en común; no tuvimos hijos por riesgo a mermar las posibilidades de su destino; por decisión unilateral y propia, no compartimos ni propiedades ni dinero, pues advertí desde buen principio que el éxito o fracaso de nuestro futuro en última instancia recaería en él. Por tanto, un mes después guardé mi ropa y enseres personales en dos maletas. Con el sonido de la puerta al cerrarse- la puerta de un piso ubicado en la mejor zona de la ciudad, adquirido muy por debajo de su coste real y fiel reflejo de la personalidad de un abogado de prestigio, tal y como yo preví -clausuré satisfecha mi trabajo de fin de carrera. No volví a reencontrarme con él.

 

   Y ahora que el tiempo ha transcurrido y veo las cosas con cierta perspectiva, doy gracias, pues tras este largo letargo ha salido el sol. Doy gracias porque debido a este carácter mío, a ser dura incluso conmigo misma, a negarme una y otra vez, nunca podré reprochar palabras exageradas ni emociones fuera de contexto. Gracias porque, ya demasiado adulta, cambiada mi piel en tantas ocasiones a fuerza de decepción y tristeza, no se ha podido ocasionar ese daño irreparable tan temido por un ser de sangre fría como soy yo.

Yo sé de la existencia de una regla no escrita que ordena nuestras vidas: cuando no cumples con ella, tu alma se transforma convirtiéndote en un extraño más entre los tuyos. No lo eliges tú..., ni ellos. Nunca cumplí con norma alguna y, por eso, extraña y sola, duermo.

 

  lsorciere

10 de julio del 2010

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23 marzo 2013 6 23 /03 /marzo /2013 08:00

  

A veces la veo pasar desde mi balcón en su silla de ruedas, empujada por su madre que siempre llora y siempre la está peinando, constantemente. Su madre le cuida mucho el cabello, quizás porque es la única manía que conserva de antes, de cuando era otra... Es el único indicio de que todavía vive.

   Yo aún era pequeña, ella será un par o tres años mayor, y la veía pasa por esa misma calle repleta de árboles por donde hoy rueda. Claro que, entonces, andaba. Muy deprisa, eso sí, de tal manera que casi no te dabas cuenta y ya estaba en el portal. Los chicos de la calle, a veces, si nos acordábamos, hacíamos apuestas y la cronometrábamos. Pero de eso ella nunca se enteró.

   Crecí, y ella seguía pasando de un extremo a otro de la misma calle: al atardecer, de noche, de madrugada... ¿De dónde vendría a aquellas horas?, ¿con quién saldría?..., no lo sé. Lo mismo un día me decido y le pregunto a su madre.

   Recuerdo una mañana cuando, hablando con una vecina, miré despistada hacia el portal y me sorprendió verla parada. El sol se filtraba entre las hojas, como queriendo iluminarla solamente a ella, aunque bien podría ser que fuese ella quien diese luz a todo su alrededor, con su largo vestido de gasa blanca. Hasta entonces no se me había ocurrido pensar en si era guapa o fea, alta o baja. Ella siempre pasaba y yo siempre seguía sus pasos con la mirada. Y aquel día, inclinada y con el pelo rizado de un niño enroscándose entre sus dedos, estaba muy hermosa. Aquel día sonreía.

   Yo me casé con dieciocho años. Cuando iba a visitar a mis padres alguna vez la vi pasar. Tuve dos hijos que se hicieron mayores, mi marido me abandonó, según él por algo relacionado con el amor y el aburrimiento, aunque seguramente la causa fue que él engordó y yo también y que en la cama ninguno de los dos funcionaba. Poco después de la separación mi madre murió, quizás del disgusto; todavía hoy me siento un poco culpable, pero, la verdad, nunca lloré...Y ella iba y venía de un lado a otro sin mirar a nadie y, para mí, cada día transcurrido nacía a salir de su casa y moría al regresar.

   Hará cuestión de unas semanas, alguien me comentó que se había caído por la escalera, dándose un fuerte golpe en la nuca. Yo me quedé parada y no supe reaccionar. Al final, decidí ir a visitarla, no sé muy bien por qué. Ella y su madre viven solas. Yo estaba un poco nerviosa, pues en nuestra vida no habíamos ni siquiera intercambiado un saludo, y no sabía ni cómo iba a iniciar una conversación. Pero su madre fue muy amable: sin preguntarme nada me llevó al cuarto donde pasa las horas muertas, vigilando desde la ventana la misma calle por donde tantas veces caminó. Es un cuarto precioso, repleto de cuadros que, según su madre, son suyos, de cuando movía sus manos. Ahora sólo mira, con esos ojos negros que parecen traspasar los cuerpos y los objetos, parecen balas que hieren el alma...., y los recuerdos. De vez en vez dice algo, casi siempre incoherente, pues la caída también le afecto al cerebro. Su madre piensa que ha sido lo mejor porque no habría soportado el verse de esta manera.

   Y en ese cuarto, entre un cuadro gris y otro azul, hay un espejo. En él vi reflejadas su espalda y mi cara, que ya empieza a tener unas arrugas en las comisuras de los labios y alrededor de los ojos. Nuestras miradas, por primera vez, se cruzaron. Entonces me di cuenta del motivo de mi visita: ella y su pasar habían sido lo único estable en mi vida. En esos breves segundos, como cuenta quien ha estado a punto de morir, vi a mis amigos de la infancia y de la juventud, a mi marido marchándose por la misma puerta por donde me entró en brazos, a mis hijos ya demasiado mayores, a mi padre ya demasiado viejo..., y a mi madre cuado de pequeña me peinaba y me besaba con sus labios húmedos en la frente, y a mi madre el día de su funeral... Ella alzó los brazos, como si con ello hubiésemos mantenido una larga charla entre viejas amigas, y yo me arrojé a ellos, y las dos lloramos largo y tendido rato.

   Desde entonces suelo ir por las tardes a su casa. Ella, con una leve sonrisa, me tiende el peine de plata que tiene sobre la mesa donde antes dibujaba, y yo la peino durante horas, frente al espejo, mientras nuestros ojos conversan. Otras veces la bajo a la calle; juntas paseamos por todo el barrio, con las cabezas erguidas y, casi, con orgullo.

 

 

lsorciere

 

 

1 de agosto de 19995

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10 marzo 2013 7 10 /03 /marzo /2013 12:52

 

-Bueno…, –suelta de pronto, envuelto en una especie de suspiro, Pepa.

-¿Qué? –En la voz de Loli se denota su ansia de reanudar una conversación, por esperpéntico final que prevea.

Caminan casi trotando. Como si tuviesen el objetivo de alcanzar un importante destino, sortean a los abuelos que avivan las calles a media tarde para dejar caer, en el paseo de la rambla,  su exceso de colesterol y azúcar en sangre. El sol empieza a perder su rabia y un algo parecido a una brisa da un breve respiro a los penitentes urbanitas, ángeles expulsados del paraíso de los paquetes vacaciones, en los coletazos del estío.

-Ah, nada, eso, bueno –reacciona, con desgana, Pepa

-Pero, bueno, ¿qué?, –se exaspera Loli-. Gira la derecha. Allí hay demasiada gente.

Pepa, sumisa y resignada, dirige sus pasos hacia la derecha sin cuestionar la orden:

-Que me parece bien lo de irnos en octubre al pueblo ese de…

-¿Pero no habíamos acordado ya de irnos? Yo te preguntaba por la sena.

-Bueno, quería pensarlo...

-Y qué tienes que pensar. Tampoco nos vamos a poner a guisotear para dos- La voz de Loli resulta tan rotunda como su propia presencia -. Además, estoy jarta de la casa. Llevamos ahí metías el verano. No aguanto más.

Impulsada por sus palabras, Loli y sus tacones de salón (confía en ellos cual elixir de la eterna juventud) aceleran un poco más el paso; Pepi resopla ante, a su buen entender, un sobreesfuerzo innecesario. No obstante, calla y quien calla, dicen, otorga.

 

La extraña pareja comparte piso hace años. Se conocieron en el ascensor de uno de esos bufetes que te apañan la vida a base de trasiego de letras pequeñas en márgenes de documentos legales: la sra. Josefina Sarrín de entonces, nublada por las lágrimas de la recién divorciada; Loli, algo más entera, tras la lectura del testamento de Juan Pedro, su difunto marido. Por obra y gracia de la todopoderosa red informática, entre sesión de quimioterapia y visita médica, Juan Pedro buscó, bajo el anonimato y la desesperación del sonido del teclado -a espaldas de Loli, es evidente- la absolución de todos sus pecados en el ciberespacio hasta reencontrarse con un primer amor de juventud de su tierra natal, Uruguay, veinte años más tarde. Así, absurdo hasta el fin de sus días, había decidido en el último suspiro legarle todos sus bienes terrenales en compensación por un abandono, según él, cobarde. Esa fue la explicación testamentaria.

En el cubículo modernista no apto para claustrofóbicos Dolores, la viuda, reflexionaba para sus adentros sin rabia: “Mal dolor le dé, si le toca cielo”; mientras los hipidos de Doña Josefina, rompían el incómodo silencio y reventaban las costuras de su floreado escote cuando alcanzaban el entresuelo. Sorprendida, si cabe más aquel día, Loli se vio obligada a interrumpir sus maldiciones. La extraña solidaridad femenina, la cual emerge en inesperados momentos (o el deseo de evadirse de sus propias preocupaciones esperando tropezar con miserias más amargas que la suyas), la movió al auxilio de aquella desgraciada pechugona, con mal gusto para el estilismo:

-Madre del amor hermoso, ¿pero donde va usted con estas estrechuras y esos colores tan chillones, mujer de Dios? O se ahoga o se queda en cueros en medio de la calle. Y no sé yo qué es peor, con ese busto, la verdad –espetó Loli, como si tratase con una vecina.  

Fina, a quien apenas hacía unos minutos Luís, su marido, llamaba a la  razón,  del gimoteo paso al llanto convulso. En la planta baja, a Loli se le reblandeció su innata acritud de piedra granítica. La abrazó como pudo e intentó consolarla:

-Venga, venga, no se ponga así, todo tiene solución, menos la muerte. ¿Cómo se llama?

-Jo-jo-josefina…- Los pucheros de la sra. Sarrín no tenían nada a envidiar a los de cualquier niño sacado arrastras de una feria.

-De acuerdo, Pepa, ahora nos iremos  mi casa. Está serquita de aquí, al final de la Rambla. Nos tomaremos un café y arreglaremos este desaguisado. –Loli regresó a sus pensamientos:- El muy cabrón es lo único que me ha dejado, hipotecada treinta años, eso sí, pero todavía es mi casa.  

El ultimátum de la portera, paciente sólo dos subidas y bajadas del elevador, las expulsó del improvisado confesionario, de donde salieron, renqueantes y cogidas del brazo.

-¿Entonces, qué pensión dice que le ha quedado, Pepa? –La cabecilla de Loli, rubia ceniza, era una tómbola de soluciones.

-Bueno, para ir tirando… -La recién bautizada Pepa divagaba entre el estofado preferido de Luís y sus camisas, tendidas al levantarse.

Alegaba Luís –el diablo le habría vendido su alma encantado-  que puesto que el piso estaba a su nombre e igualmente le daría la mitad de su valor, un gesto por su parte sería lavarle y plancharle la ropa hasta la fecha del divorcio. No podía obviar que los costes del peritaje serían mínimos, su amigo de la infancia les haría ese favor.

Las cabriolas del yin y el yan son arbitrarias e inescrutables: El gimoteo de Pepa, si no su robustez y pésimo criterio a la hora de arreglarse, poco a poco, fue suavizándose con el tiempo. Lo sustituyó un creciente estado de ausencia gracias al cual continuó desenvolviéndose, fiel a su costumbre, en los quehaceres del nuevo piso, al final de la Rambla.

 

De golpe, Loli frena bruscamente:

-¿Te parece bien esta terraza? Corre airecillo, ¿no?

-¿Eh? Bueno

-Bueno, ¿qué?

-Eso, hoy cenamos fuera.-E intenta esbozar una sonrisa

-Ay, hija ¿qué suponías que hacíamos aquí? –Loli arrastra, enérgica, la silla metálica para desparramarse sobre ella –Yo no sé, a veses pienso que esos ansiolíticos te dejan lela, pero otras, que te viene de cuna, chica. Anda, no me seas pasmarote, siéntate.

El ruido del entorno  -retazos de conversaciones, acelerones de coches,  suplicas de niños…- las sumerge en un mutis de ascensor. Loli busca con la mirada al camarero, le hace una señal con su pequeño mentón y espera, impaciente.

-¿Qué te apetece?

-Tú misma. A mí me a igual. Yo no tengo mucha hambre –Pepa va perdiendo la débil fuerza de su voz en el camino de cada frase.

Incapaz de convivir consigo misma y con sus reniegos internos más allá de lo imprescindible, a Dolores a menudo se le hace cuesta arriba el ostracismo de la compañera que le ha tocado en suerte:

-Anda, vámonos pá la casa, que hasemos aquí sentadas, como dos payasas.

El chirriar de las sillas metálicas retumba en la terraza y el camarero por vez primera capta la presencia de dos mujeres que se marchan, cogidas del brazo y renqueantes.

 

 

  lsorciere

 

 

6 de septiembre de 2011

 

 

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19 febrero 2013 2 19 /02 /febrero /2013 10:05

“Para ser grande, se entero:
nada tuyo exageres o excluyas.
Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres
en lo mínimo que hagas.
Así la luna entera en cada lago
brilla, porque alta vive"
F. Pessoa

 

 

El grupo Desempleados Anónimos camuflados por vergüenza o impotencia social entre las estadísticas del INE se congregaba cada mañana a las puertas del triste café, justo un local más abajo del centro donde impartían los cursos cofinanciados por la Generalitat y el Fondo Europeo para justificar la política de inversión en formación ocupacional. El propietario del bar, un hombre bajito de mediana edad y con pelo cano, los recibía como cansado de empezar el día, predispuesto –como Manuela en sus tiempos de camarera -  a espetar contra quien manifestase la mínima intención de contrariarle en su debut de la recién estrenada jornada de doce horas.  Manuela García, hermanastra de los cuatro millones de parados del telediario, había ojeado en los manuales de historia las fotos de los políticos herederos de la famosa transición, los mismos que años después -artos de representar el papel de mesías del pueblo- bailarían, junto a la vieja farándula, al son de engominados con corbata de nariz aguileña al más puro estilo de Terenci Moix en Garras de Astracán, mucho mejor escenificación que la de cualquier libro adquirido en tiendas especializadas. A pesar del desenlace por todos conocido, el espíritu del pelotazo, entre rayas de coca adulterada y música new way, se coló por los suburbios del inconsciente de la sociedad (eliminando del imaginario colectivo a base de tarjeta de crédito los problemas de llegar a fin de mes y a los nómadas marginales cuyo representativo superviviente en las salas de cine sería el Lute) para mutarse en el actual pelotazo inmobiliario. Sus últimas consecuencias –o no- las paladeaban entre sorbos de café sin azúcar los componentes de la extraña comunidad anónima todavía no registrada -la de Desempleados Anónimos, claro. Manuela sabía que la estampa de risas ácidas, sinceras o evasoras “surfeando” sobre la cresta de la crisis alrededor de una mesa de PVC nunca recibiría la aprobación del Fondo Europeo, tal que en la lejana época de El nombre de la rosa; aquellas risas nunca aparecerían como imagen de la Cataluña, la España y, ni mucho menos, la Europa de principios del s. XXI, junto a la del saludo de  Zapatero a Obama o las de la quema de contenedores en plena huelga general.

- Bon dia, guapa, si que n’has arribat aviat, avui?[1] - La voz impulsiva de Manuela despertó de sus pensamientos a Natàlia que jugaba distraída con la cucharilla.

- Jo sempre vinc a aquesta hora, ets tú qui arriba d’hora[2] - le contestó con su ya habitual sonrisa matutina de ojos entornados.

El resto de compañeros, como un racimo de uvas, fue esparciéndose poco a poco entre las sillas para desgranar con conversaciones triviales y sin sentido para estudiosos en macro-economía las diatribas de la vida: sus peregrinajes entre libros de colegio para los niños y apoyos incondicionales a maridos con negocios; sus incertidumbres y sus conocimientos, herencias inevitables de anteriores trabajos; su lucha frente a la cola del supermercado… En definitiva, las diatribas del hermoso y duro mundo de la hormiga, pensó Manuela mientras se tomaba el último sorbo de café y le daba la última calada a su cigarrillo de picadura que tanto le recordaba a su abuelo, aquel que fue rojo, pero del rojo pobre, por tener un sueño al que agarrarse por las noches. Luego, fueron entrando, sin prisas, al aula

  lsorciere

 

 

9 de octubre del 2010



[1] Buenos días, guapa, ¿si que has llegado pronto, hoy?

[2] Yo siempre llego a esta hora, eres tú quien llegó pronto

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19 febrero 2013 2 19 /02 /febrero /2013 07:15

Entonces vi en su rostro la muerte y aun intuyendo en sus manos mi agonía me quedé quieto, inmovilizado por un sentimiento que iba más allá del miedo. Esperaba, casi ansiaba, esas décimas de segundo, cuando el cuchillo se alzase y se hincase en mi carne.

Yo he sentido todo lo que un hombre puede llegar a sentir: mis ojos han visto gotas de lluvia caer en la oscuridad, mis manos han palpado la luz de un cometa lanzada a mediodía, mis labios han besado del más blanco al más negro cuerpo, mis oídos han escuchado el vuelo raso de un águila durante el ocaso. Además he llorado y he reído y he visto crecer al amanecer hasta convertirse en noche para fallecer, como yo ahora mismo, entre mis brazos. Sí, todo eso forma parte de la experiencia de una vida que es la mía. Una vida que, desde dentro y para afuera, ha impulsado el latir de mi corazón, pues siempre he sido demasiado inteligente para este mundo que gira, el muy idiota, sobre si mismo. Y me enorgullece decir que, engañándolo y usándolo, he conseguido vencerlo y doblegarlo -eso sí, solamente durante unas horas o quizás unos minutos- para que girase a mi alrededor. Sí, también es cierto que mi gran hazaña costó numerosos intentos, pero al final conseguí dar el gran salto que me condujo fuera de la órbita terrestre: allí, desde la oscuridad plena vi el firmamento; allí respiré la inexistencia, expulsando de mi cuerpo todo el aire contaminado, acumulado como ser humano; y, con un simple chasquido de mis dedos, creé la chispa que se transformó en luz..., y la luz se fundió con la inmensidad fecundando el fuego purificador. El hombre convertido en Dios destruyó lo creado por su antecesor. Luego, descansé.

A mí, que no me queda ya nada por probar, me ha sido concedida sabiduría suficiente como para saborear el último instante de todo ser. Consciente del gran privilegio, el miedo y el placer se confunden en un solo sentimiento todavía no nominado. Y es que el aprendizaje ha resultado largo, arduo y, a veces, incluso doloroso. De pequeño me gustaba jugar con fuego: la llama ardiente me hipnotizaba y nublaba mi mente..., y la llama fue creciendo a medida que mi necesidad de paz fue aumentando..., hasta que descubrí otras formas de alcanzar ese estado catatónico que tanto me desesperaba. La llama se convirtió en alcohol, y la cerveza y el güisqui se confabularon para conducirme hacia la marihuana. Ella fue mi primer gran amor: al rozar su pecho percibí el desencadenamiento de unas notas musicales que hicieron vibrar mi cuerpo y al besar sus ojos la tenue atmósfera me hizo el amor. Saciado de deseo, dejé a mi mente volar libremente.

También probé el éxtasis, el LSD, la cocaína, la más pura heroína y no sé cuántas cosas más, pero la ambición de goce siempre me ha podido y nunca tuve suficiente; ante la meta conseguida siempre había algo nuevo que saborear, algo excitante y peligroso para dar sentido a mi respirar.

Y sí, aquí estaba hoy, en el metro con mi guitarra, esperando ver repleta de monedas mi gorra, pues hoy mi amado cuerpo me pedía comida. Así ha sido hasta que este gilipollas ha pateado la gorra y en el intento de volverme me ha golpeado también a mí. Al levantar la cabeza he pensado que su rostro me resultaba conocido y, por instinto, he presentido el cuchillo alzado. Sí, hoy voy a morir y soy consciente de ello, pero lo más curioso es mi falta de miedo. Lo que siento, después de todo, es tan sólo pena. Mi carne desgarrada me ha hecho cerrar los ojos, pero tras el primer impacto he comprendido que la muerte no es ni tan dolorosa ni tan placentera. Al reabrirrlos he vuelto a ver el rostro y, para mi sorpresa, en él he reconocido el fondo de mis pupilas azules, mis cejuntas cejas, mi negro y rizado pelo, mis labios que tanto han besado... Solamente entonces he pensado en mi madre: creerá que soy un asesino. Y he llorado gotas de sangre para morir de rodillas inmerso en un negro mar de ojos y muriendo deseo, mas no obtengo, el abrazo que no poseo; un simple abrazo humano y un beso en la frente que me diga: “a pesar de todo, te quiero”.

lsorciere

11 de septiembre de 1996

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14 febrero 2013 4 14 /02 /febrero /2013 10:14

Mi vocación nunca fue de anfitriona. Por este motivo cuando Jaime me anunció, respaldado en su habitual lema de “nena, lo dejo en tus manos”, la cena informal que tendría lugar en nuestro piso al cabo de dos semanas, no pude disimular cierto nerviosismo. Algo asombrado por mi reacción, me explicó racional y paciente como tras una larga comida de negocios con el sr. Antoni Roure i Valdés -delegado peninsular de la marca Grounch, nuevo cliente y base de los futuros ingresos de la empresa- su omnipresente jefe propuso el reencuentro en un ambiente más distendido con el fin de estrechar los recién inaugurados lazos. La céntrica ubicación de nuestro hogar no dejaba hueco para discutir dónde se celebraría tan importante evento. 

-Pero, ¿por qué aquí?, habrías podido excusarte de mil maneras: mi mujer se encuentra de viaje, estamos de obras…, un tsunami arrasó el comedor –apelé alterada.

-Cari, entiéndelo. –Y puso su cara de súplica de antes de meternos en la cama un sábado por la noche o de querer ver el partido en el bar de su amigo Paco- No podía negarme. Las cosas no funcionan, el mercado está muy mal. Del tal Roure podría depender el futuro de la empresa, nuestro futuro. Es la salvación.

Resignada me derrumbé sobre el enorme sofá tapizado en chenilla de tonalidad ceniza, armazón metálico y relleno de pluma combinado con espuma, cuya compra tanto emocionó a Jaime y a nuestra tarjeta de crédito. Se acercó zalamero a mi lado y me besó en la mejilla para dejar escapar entre dientes un suplicante “por favor”. Una firme promesa de colaboración no consiguió aumentar mi estado de irritación.

A pesar del colchón visco-látex de última generación vestido con sábanas blancas de algodón puro ribeteadas con un artesanal bordado, el sueño no resultó reparador. Me desperté en mi minimalista habitación por inspiración de algún genio del estilismo saturada por la preocupación; catorce días se me hacían cortos para preparar un hipotecado dúplex de doscientos metros cuadrados. Lo primero era darle un poco de orden, restando tiempos a los demás quehaceres: a los niños, las comidas y el cursillo de promoción interna, incluido el viaje a Londres de fin de semana, por otro lado imposible de evadir. Una opción era pedir ayuda a Conchita, recurrida canguro para nuestras salidas cada vez menos habituales, así como asistenta en la época de la abundancia. La chica, con su pelito rubio, su carita de estudiante de serie americana y su contoneo de caderas embutido en unos tejanos asfixiantes que dejaban al descubierto el hilo de su tanga de mercadillo, me producía escalofríos, pero sin duda era bastante más práctico que recurrir al falso ofrecimiento de mi marido. Una semana después y tres horas antes de coger mi vuelo, las maletas me esperaban en el recibidor nacarado y etéreo, espíritu del conjunto de mi hogar. El único elemento de color lo desprendía a través de su fresco aroma un ramo de flores silvestres adquirido por Internet en una firma de moda. A la vuelta, basándome en una encuesta previa sobre gustos musicales y posibles alergias de mis convidados, decidiría el menú definitivo y pequeños retoques gracias a los cuales conseguiría dar el encanto carente en mi persona pero necesario para la velada.

Todo se encontraba bajo mi férreo control; todo, excepto la música de un móvil justo antes de cruzar la puerta. Me giré sobre mis Manolos y busqué intrigada el origen. Sobre la consola Jaime se había olvidado su teléfono. Curiosa, lo cogí. Un mensaje de Conchita le comunicaba muy cariñosa su llegada sobre las doce de la noche cuando los niños ya se encontrasen dormidos. Me miré en el espejo y resolví que, ciertamente, mi vocación nunca había sido la de anfitriona. Fui a Londres, tal y como tenía planeado; no obstante mi estancia se alargó más de lo previsto. Sólo regresé para la tan esperada noche del viernes una vez calculé ultimada la función con los papeles del divorcio.

 

 

 

  lsorciere

21 de noviembre del 2010

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14 febrero 2013 4 14 /02 /febrero /2013 07:25

Y a la edad de cuarenta y cinco fallecía inmersa en una noche sin luna ni estrella guía. Esperé a la madrugada callada y cuando, creí, ya era hora pasada, quise forzar mis ojos para ver la luz del alba..., pero el alba no llegaba. Entonces la ansiedad se apoderó de mí. Pensando que mis manos no se moverían, rompiendo con el miedo que me hacía muerta entre tanto silencio, impulsé mis brazos y me incorporé de medio cuerpo. De la cama fui a la ventana, pero no veía nada; di la luz de la mesita y seguía sin ver nada. Tiré la lámpara, grité, lloré, jadeé, me revolví. Luego, para cerciorar mi estado vital, me golpeé hasta los umbrales del dolor. De rodillas en el suelo, en alguna parte de la habitación, con los puños atacándome, señalándome las piernas, con la cabeza levantada, intentando separarla de mi cuerpo, pedí auxilio. Pero mi alma ya estaba partida, encarcelada entre paredes de carne y barrotes de hueso.

    Mis vecinos forzaron la puerta. Posiblemente me encontraron en ese estado; también, es posible, alguien me preguntaría qué me pasaba. Yo apenas recuerdo amargamente algo. Le supliqué ayuda a un brazo o una pierna hasta que, por la fuerza, me separaron de él. Noté manos, oí voces, pero seguía sin ver nada. Ya cansada, me dejé llevar... Y mis pies desnudos se arrastraron por el fango del suelo.

   Quizás pasó un día, quizás una semana. Secuestrada en mí misma, sólo era capaz de respirar ese aire esterilizado que, de tan limpio, huele a muerte mal lavada, que deja rastro en las heridas formando unas cicatrices inmaculadas que cierran, pero no acallan, al corazón que tapan. Estaba en el hospital. En él me aseaban, me peinaban... Al negarme a comer, me pusieron el suero: la aguja me taladró y el líquido espeso se arrastró por mis venas dándome una vida de la cual yo renegaba, una vida que me obligaba a curvar el torso y a hundir la cabeza en el almohadón. Con la aguja, un poro, un ladrillo había caído de mi muro -transparente para los demás, infranqueable para mí. Pronto el muro se reconstruyó. Entonces mi único contacto con el exterior fue la caricia de una mano en mi cabello.

    Cuando me recuperé un poco, pedí a la enfermera hablar con el médico. Un taconeo de zueco sobre suelo plastificado se perdió en la lejanía y el taconeo retornó para ayudar a sentarme en la silla de ruedas. Fue horrible, pues al descender de la cama algo aspiró mis piernas y un vértigo se apoderó de mí; imposibilitada  para calcular distancias, al poner los pies en el aire el vacío me absorbió y choqué contra el suelo (a partir de este punto, la torpeza se convirtió en mi sombra). Sentarme en la silla resultó como comprar un billete en una atracción de feria: vueltas y más vueltas, corriendo por el aire, mareándome entre voces que me esquivaban o traspasaban. Sí, eran voces, había muchas y estaban por todas partes. En el despacho, el médico me saludó por mi nombre. No estaba solo. Unos labios me besaron en la frente y me preguntaron con voz grave cómo me encontraba. Así debí hacer mi primer esfuerzo para engrasar los entresijos de mi mente: era Ernesto. No entendía qué hacía allí pero, en esos momentos, todo me daba igual. El  médico me comunicó lo evidente: me había quedado ciega. La causa, un desprendimiento de retina; la solución, aceptarlo. Me daba el alta.

   Y allí estaba yo, entre desconocidos. Mi ciudad natal era Barcelona, donde residía toda mi familia. Cinco años atrás me había trasladado a Madrid para trabajar con la antigua compañía de teatro a la cual había pertenecido en mi época de estudiante de filología. De aquello hacía mucho, yo había perdido todo contacto e ignoro cómo me localizaron, pero nos reunimos de nuevo. En la cena, viajamos al son de la tertulia de los viejos tiempos. Algunos habían logrado se actores más o menos renombrados; otros no tanto; el resto ni siquiera ejercíamos nuestra carrera. En la compañía, mi función era la de coordinar el grupo. En la practica, eso significaba hacer un poco de todo (inclusive alguna vez me habían obligado a salir al escenario). Así pues, decidimos emprender una nueva aventura. Yo, casi por necesidad, resolví marcharme con ellos. Cuando me descubrí entre tanta soledad un miedo aterrador me hizo la noche aun más pesada y desgarradora. Creo que lloré. Ernesto, el veterano del grupo, me ofreció su casa hasta tomar una decisión sobre mi futuro. ¿Qué iba a hacer? La pregunta me asaltó de golpe. En principio, rechazaba la idea de regresar a casa sin haberme preparado la noticia. No me consolaba volver con mis padres ni ser una carga para nadie... Mi único deseo era irme lo antes posible del hospital de donde salí la misma tarde. Casi en la puerta, casi respirando, el médico me ofreció una retaila de consejos y direcciones.

   En la calle silencio, en el coche silencio, en la casa silencio. Silencio sobre silencio. Silencio perpetuo, inmutable, aplastante. Silencio contra el cual era imposible luchar. Silencio deseado, ansiado y, finalmente, silencio roto por Ernesto, confirmando mis temores. A su orden de acostarme, obedecí, con la esperanza de que el silencio retornase a mí.  Es más, deseé dormir, sin embargo, no pude; debía hacer algo. No podía quedarme para los restos en casa de Ernesto…; decidí regresar a casa..., cuando estuviese preparada. Mas se sucedieron los meses y yo seguía sin estar preparada.

Así comenzó la tortura. Un  guerrillero universo me emboscaba para atacarme con objetos, unos días atrás, inofensivos. La televisión me enloquecía con ruidos ensordecedores de coches, tormentas, disparos, gritos. Las sillas, siempre descolocadas, como activadas por esa parte de vida que me había sido sustraída, parecían moverse por sí solas con la única intención de provocar mi tropiezo. No podía leer, el piso me era extraño y hasta a Ernesto, en ocasiones, lo notaba nervioso con mi presencia. La locura se aguzó con el inicio de las clases para la, digamos, reincorporación a la normalidad. Me llevaron a charlas, seminarios, psicólogos... Lo peor fue el braile: Sentada en el suelo del salón, entre el sillón y la mesita, con el enorme libro sobre mis rodillas, intentaba inútilmente descifrar la geografía de su relieve. Mis manos de hojalata no me transmitían nada. Del desconsuelo pasé a la rabia y con el alma henchida en rabia busqué la causa del terrible castigo. Así pues, empecé a culparme por todo: de mi vida y de las vidas de quienes me habían rodeado, de mi inutilidad y de la carga que supondría en adelante para los demás. A veces, intuyo, Ernesto me observaba porque, cuando ya me había descargado, se aproximaba con sigilo y recogía los libros despedazados, para luego guiarme hasta la cama, donde caía exhausta.

Sí, es cierto, la sensibilidad de un ciego, rayana en lo sublime, le hace palpar con ansiedad de arqueólogo ante las puertas del santo grial, de descubrir cómo es el mundo tras los abismos de la oscuridad impermeable. Sus manos, expertas en los secretos de la alquimia, buscan convertir los poros de su piel en interfonos cuyos hilos vuelquen en su interior la esencia del color. Y aunque las manos no saben del tono aceituna en una mirada, ni de la belleza del melaza sobre una piel bañada por el sol, sus dotes de Merlín tornan al contacto en algo más que humano: ponen al descubierto todas las sutilezas escondidas tras las faldas de la adultera realidad confiada a la visión. Así redescubrí a muchas personas. Sí, los ciegos sienten con más fuerza -incluso con más sinceridad-, porque cuando se les roza el placer experimentado es doble, por lo inesperado. Idéntica razón convierte al miedo en más profundo y despiadado; el golpe es siempre más agudo y el dolor más intenso. Te atemoriza en tal grado que te inmoviliza por completo, excepto el corazón. Él sigue latiendo, con bombeo acelerado, acrecentando su sonido, amenazándote con delatarte en el desierto del silencio.

   Los caminos abiertos a golpe de azada por la rutina son extraños. Comencé a orientarme por la casa y, gracias a un reloj sin cristal, me hice con el transcurrir del tiempo. Empecé a salir a la calle junto a Ernesto porque me avergonzaba coger el bastón (luego me regaló un perro-lazarillo que, de paso, me acompañaba durante sus largas horas de ausencia). Pronto se avecinó un verano insufrible que solo aliviaba sumergida en la bañera con hielo, pero cuando sacaba la cabeza a la superficie mis labios seguían resecos. Desnuda en la cama, las sábanas me ahogaban. Por eso, muchas mañanas, sabiendo que Ernesto nunca estaba en casa, apenas salía con una camiseta a prepararme el desayuno. Un día, el vaso de leche se me resbaló, calló al suelo y se hizo añicos. Paralizada, con los brazos sobre la cabeza y la cabeza entre las rodillas, noté los cristales arañar mis pies descalzos. Llorando, arrinconada, me encontró Ernesto. Con la desesperación del niño perdido en medio del bosque, me arrojé a sus brazos, besé su calor, busqué sus labios.

Hoy hemos ido a bucear. En este mar inmenso, como mi ceguera, rememoro aquel despertar en noche sin luna ni estrella guía, un año atrás. Protegida por el manto ingrávido de agua, todo sonido es simple eco del pasado que aísla mente y cuerpo para retornarme al estado embrionario. Así, sintiéndome feto he determinado finalizar el trabajo inacabado y, despistándome de la mano de Ernesto, me he quitado la máscara. El aire se va agotando de mis pulmones y lo cierto es que ya no tengo miedo. Al principio casi he luchado, pero pronto el agua ingerida ha ido apagando mi sed. Ahora hasta me parece ver una luz, allá, a lo lejos…, una luz blanca que se transforma en diáfano azul. Es el azul del cielo de cuando mi abuelo, días antes de su muerte, me llevó a pasear. Y ahora, creo, estoy llorando de nuevo; ya no de rabia, ni de dolor, ni de pena, sino porque, por primera vez, la paz me ha inundado el pecho; porque la paz, ahora lo sé, te sobrecoge y te abraza desde dentro. A punto estaba de alzar los brazos para traspasar el muro y  alcanzar el hermoso azul cuando algo ha rozado mi mano (sí, los sentidos de los ciegos están muy desarrollados, porque ya sólo quedan cuatro y ellos buscan el sexto). Eran las líneas de la vida de Ernesto, cruzándose con las mías. Por ellas, hoy, he renunciado a la codiciada luz perdida; por ellas he tomado impulso para emerger hacia el exterior y  recoger el hálito expulsado de mi carne, para emitir un grito que, esta vez, sería una llamada desesperada a la vida. Desde arriba, el aire fresco sobre mi piel y el sol calido en la espalda me han acogido para bautizar el inicio de mi renacer. Y es que, dándome él la mano, incluso la noche parece más hermosa.

 

  lsorciere

 

Idea: Mayo de 1996    Revisión: septiembre 2010

 

 

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28 enero 2013 1 28 /01 /enero /2013 11:10

Un montón de piedra derruida sobre los cimientos de aquello que un día dibujó el paisaje de un pueblo se desparramaba sobre el suelo de Terrobajillo. No más de treinta casas quedaban en pie, con sus gruesas paredes desafiando la despoblación  iniciada allá por los cincuenta, cuando sus gentes empezaron a huir despavoridas en busca de un trozo de pan blanco. Por eso, la llegada de un personaje sin referencias familiares afines a los lugareños actuó en Terrobajillo como un revulsivo de su memoria histórica y vital, soltándoles la lengua. Nadie, en varios kilómetros a la redonda, sabría decir su nombre. Sin embargo, la mayoría había conversado en alguna ocasión con él. Sus rasgos vulgares y anodinos, sus maneras pausadas y sencillas facilitaban el diálogo, allí, en la taberna de Paco entre chasquidos de anís al borde del paladar o en el banco de la plaza, donde siempre un rayito de sol caldea a los viejos en invierno alargando unos minutos la vida. Se alojaba donde la Segismunda, la de los Callaos, apodo familiar asignado por consenso popular desde tiempos inmemoriales en referencia a la parquedad de palabra que los caracterizaba. Ella, su espíritu, y su perenne moño bajo y avejentado por las canas conjugaban en tradición con el mandil de paño a cuadros, pieza de ajuar heredado de una tía solterona; las anchas caderas y las piernas corvas marcaban el ritmo de unos andares algo arrastrados, como apesadumbrados  por su existencia, pero siempre en constante movimiento entre el corral y la cocinilla añadida en la planta baja: portadora, en definitiva, de una oronda silueta que, en memoria a atemporales matronas, debería haber sido declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO, para potenciar la cada vez más mortecina actividad del pueblo, ubicado en medio de una tierra árida, abandonada por los dones de las lluvias. Así fue como, por culpa de un carácter reacio a la plática, ni siquiera Segismunda pudo saciar la curiosidad de vecinos y aledaños facilitando el nombre de El Forastero, inquilino providencial cuya estancia se prolongó varios años. El breve contrato verbal lo cerraron con un apretón de manos: a cambio de una modesta suma, le ofreció una habitación iluminada, a falta de luz eléctrica, por un ventanuco en la parte alta, con cama amplia, dos colchones de lana, sábanas limpias una vez por semana y mantas para cuando arreciase el mal tiempo, así como derecho de uso al único cuarto de aseo del caserón. También le lavaba y planchaba la ropa. Siempre se dirigió, o se refirió, a él con un genérico Señor o Señorito.

En casa Paco, repartidas las fichas del dominó, ya cada cual con varios sorbos de chato resbalando por el gaznate, los cuatro hombres –Robertico, Pascual, Manolo y Seberiano- oficiaban la rutinaria partida vespertina. Bucles de humo se unían en comparsa por encima de las cabezas medio ralas por la edad, mientras el rítmico sonido abrupto y punzante de las fichas al chocar contra la mesa de mármol se entremezclaba con premonitoras miradas de triunfo y voces desafiantes. Robertico, el Chato, tenía la mano algo floja; se encontraba como ausente, rastreando con la mente esquirlas de confesiones hechas entre bisbiseos a El Forastero: confusamente le había llegado a rememorar el tiempo cuando Segismunda, exulta de juventud y lozanía en sus carnes, recorría la calle Ancha en dirección a la plaza de la iglesia, donde el bullicio de mujeres se congregaba para llenar los cántaros de agua, apéndices de sus caderas: una algarabía de vida repobló los recuerdos de Robertico y una punzada inesperada en el corazón le sorprendió, ahora, a sus setenta y siete años, más o menos, según figuraba en el registro.

 

-Joé, Chatico, ¿se pué saber qué leches te pasa?, –vociferó Seberiano, inquieto por conocer el próximo movimiento- ¡Estás alelao, coño!- Le pegó otro sorbo al vino y las espesas arrugas alrededor de sus ojos negros se movieron formando un gurruño para observar a través del vidrio sucio la reacción del contrincante

-¡Cago en la mar! ¡Ma’sustao, leñe! – Se dobla, tembleque en mano, con blancas. – Rumiaba en El Forastero. Tipo raro. Un joven rodeao de viejos no es normal, digo yo. Qué coño vendría a parar aquí ese.

-¡Calla ya Pochuelo! –El nervio traicionó a Pascual y el brillo de la impotencia en sus ojos lacrimosos anunció la siguiente frase: – Paso, joer

-Na, tonturas de niños modernos, que quie’en saber de pueblo –sentenció Manolo rematando el laudo con blancas y pitos: -Ja, creías tú que no tenía, ¿eh?

-Joíos niñatos y yo que andaba loco por marcharme cuando mozo -apostilla Seberiano, golpea la mesa con pitos y le hace un guiño tranquilizador a Pascual.

 

Seberiano, de los Pochuelos, trabajaba de bracero, como todos, para el cortijo, le contó a El Forastero. Se crió en una propiedad del Señorito en la calle Angustias, esquina con la Ancha, hasta que su padre lo echó. Su familia tenía arrendada una habitación, vecina de la de los Chatos. Compartían cocina, corral y comuna; malviviendo la posguerra  y sentados en el portal en horas de asueto, carentes de peonadas, vieron como Segismunda, camino a la fuente, iba tomando formas y se hacía mujer. Al Robertico se le iban los ojos y la lengua con cada una de sus pisadas sobre el adoquinado. Los Chatos mandaron a su primogénito a los curas para que aprendiese las cuatro reglas y las letras justas para valerse -él se las enseñó a Seberiano bajo el candil- y gracias a ello, y a ser perro fiel de sus ancestros, se pudo arrimar de jovenzuelo al capataz a quien ayudaba con las cuentas. En cambio, Seberiano no tuvo más oportunidades que las de sus manos endurecidas por el trabajo y la rabia de no verse progresar. Apoyado en el cayado, el orgullo todavía hoy lo mantenía erguido, en lucha contra la artrosis.

 

-Paso –reniega Robertico, escupitajo incluido.

 

En su pensada en falso, Pascual toma aire y tiempo. Así distribuye tensión a la partida y, a la vez, vagabundea a lomos de la vieja mula que camina marcha atrás, tan del agrado de El Forastero: apenas habría cumplido los diez cuando acompañaba a Seberiano, cinco o seis años mayor,  a rebuscar entre los olivos para llevarse algo a la boca, siempre con el miedo de toparse con Robertico o, en el peor de los casos, al capataz o al guarda de la finca. Bajo el sol, Seberiano fantaseaba con sus amoríos con la Segismunda  a través de las rejas de su ventana, con quien, ante la negativa de los tres hermanos a formalizar su relación –bracero eventual sin casa abandonado por su padre al casarse, haría un par de meses, en segundas nupcias con una zaparrastrosa que podría ser su hermana-, había decidido fugarse rumbo a la gran ciudad. Lo habían planeado todo: ya tenían dinero suficiente para alquilar una carreta hasta la capital de provincia, donde estaba la estación. De allí, a la Barcelona o Madrid. Escribiría una carta a los padres de Segismunda cuando llegasen. Luego, a vivir y a conquistar el mundo con sus manos.

Pascual se quita la boina, se palpa la frente emulando reflexión y añade en el otro extremo de la fila treses y pitos. Sonríe, desdentado.

-¡La mare que sus parió! –De rabia, se le cae a Manolo el bastón.

Seberiano rompe en una carcajada victoriosa:

-Cerramos, Pascual. Hemos ganao a los pardillos. Ale, a contar y a llorar.

Con el arrullo del cante de los números, a Seberiano se le entumecen los huesos: le viene el frío de la noche pasada a la intemperie, esperando a la Segismunda, y el de la siguiente, en el calabozo, acusado de robar un fardo de aceitunas, propiedad del Señorito. Mientras, los labios de Pascual se tuercen en una mueca: Robertico lo pilló hurgando por el campo y lo amenazó con el capataz. Amedrentado, le contó las intenciones de la pareja; Robertico mandó a la Guardia Civil.

Los cuatro hombres le dieron el último sorbo al vino, pagaron y se despidieron de Paco.

Si Segismunda acudió o no a la cita, nunca lo sabremos, pues ni a El Forastero se lo contó. Llegó, como moldeado por la bruma, una mañana de septiembre y se marchó sin decir adiós años después, con todos los oscuros secretos del pueblo.

 

 

  lsorciere

 

21 de enero de 2011

 

 

 

 

 

 

 

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28 enero 2013 1 28 /01 /enero /2013 09:10

El sonido del metro aproximándose al andén se escuchaba desde el pasillo. Apreté un poco más el paso, ya de por sí siempre ligero a primera hora de la mañana, para alcanzar el vagón entre pitidos de alarma ante la peligrosidad de mi hazaña. Una vez dentro, avancé como pude entre la gente. A partir del tercer vagón, por norma, la aglomeración se va diluyendo y se puede encontrar algún asiento libre. Aproveché el momento y las tres paradas que me separaban del trabajo para ir a la nueva sala de lectura pública instaurada por las actuales costumbres sociales: entre Best sellerde última hornada, ADN y sudokus  adquiridos en tiendas de todo a un euro, saqué mi libro. Dudé un poco; por ello, mis ojos, antes de localizar inquietos la última línea leída del último trayecto, se desplazaron juguetones, pero discretos, sobre mis compañeros de viaje. Alguna que otra ausencia me dijo de forma subliminal que mis prisas habían sido exageradas ya que, o bien, llegaba 5 minutos tarde, o bien, las agujas de mi reloj se atrasaban en mi provecho. Consulté la hora: la coyuntura excepcional  me decidió para tomar un café antes de entrar al antro que tenía por despacho y…

Divagaba distraída sobre mi futuro inmediato cuando, sentada frente a mí, una persona, con sus gestos, giró la llave del cajón de mis recuerdos: con el rostro bajo, no podía distinguir sus facciones, sin embargo su manera de ladearse el cabello y el pasar de las hojas me evocó el olor a polvo de tiza y a habitación cerrada de mi colegio. Levantó la mirada y por unos segundos se cruzó con la mía. Siempre es un reto: tal que el de un documental sin anuncios ni respiro para ir al lavabo, me sentí como un animal observado por cámara oculta en plena selva virgen. Durante el desarrollo del ritual todavía primario de reconocimiento entre desconocidos, mi cabeza danzaba entre retomar mi lectura habitual o redirigir el objetivo de mi pupila hacia el infinito como si pudiese apreciar tras los cristales algo más que el fondo oscuro del túnel. Opté por lo primero. Tarea vana. El eco repetitivo del nombre cada mañana al entrar en clase se interponía. Carolina Laguna tenía ojos verdes, pelo negro. Los rasgos de su cara, muy similares a los de mi recuerdo- ¿era ella?-. Es el eterno problema del miope: como el sordo desconfía de las conversaciones ajenas, quien carece de la nitidez de la luz al atravesar los objetos desconfía de lo que ve y le parece. A pesar de todo, retenidos en mi subconsciente almaceno  movimientos, maneras de actuar, de gesticular…, pequeños trucos de mujer olvidadiza y distraída por defecto que me han ayudado a relacionar y a identificar.

 

Compañera de pupitre durante varios cursos, a parte del nombre, su esencia se me había quedado grabada y ¿cuántas personas podrían, además de parecerse, sentarse con la misma postura, leer con ese mismo nervio inconsciente que le hacía tocarse la punta de la nariz para luego retirarse el cabello de la cara?, ¿con cuántas podría llegar a confundirme? Volví a examinarla, lo notó, se extraño y adiviné en su rostro la desconfianza. Al fin, me arriesgué:

-¿Perdona –un atisbo de asombro, me interrogaba-, eres Caro, Carolina Laguna?

-Sí, por…-su rostro confuso se fue aclarando con el movimiento de sus cejas-, ¿Manuela? ¡Dios mío, no te reconocí! Pensaba, ¿y está…, que mira?

-¡Carolina! -Nos abrazamos con la fuerza de todo nuestro mejor pasado- Me bajo, ésta es mi parada

-¿Tienes Hotmail?

Otra vez entre prisas y silbidos, le di mi dirección, “m.garcia@hotmail.com”, y confié en la persistencia de esa lista repetida por orden alfabético año tras año.

Hice el resto del camino con una sonrisa en la cara, dándole al encuentro la categoría de buena señal en una época bastante mala, pues nunca sabía qué iba a pasar en el trabajo. Caro entró cuando ya estábamos en 5º de EGB (hoy extinto a golpe de reforma). Por su carácter reservado totalmente contrapuesto al mío, congeniamos desde el primer momento, si bien es cierto que todavía conservo esa expresión suya al presentarnos de “y está, ¿de qué va?”, idéntica a la de hacía unos segundos.

La entrada de un e-mail pocos días después confirmó mi lógica. En él, Caro me preguntaba si era yo; le respondí; y finalmente quedamos en buscarnos mutuamente durante la semana, puesto que entre lunes y miércoles podíamos coincidir en la hora. No me apetecía contárselo por correo por lo extenso del tema, pero seguramente que, después de tres meses sin cobrar, aquella sería mi última semana con jornada laboral. Aun así, a partir de entonces las mañanas resultaron más divertidas. El rastreo de una cara conocida entre la multitud gris siempre es alentador. De esta manera renació en mí toda una vida pasada, cuando la risa me afloraba sin previo aviso y todo parecía más fácil: El olor a polvo de tiza me hizo reflexionar sobre la economía del tiempo. Decidí que no quería malgastarlo entre dudas y miedos, pues ningún obstáculo sería, como nunca lo había sido,  insalvable o eterno

 

 

 

  lsorciere

22 de abril de 2010

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13 enero 2013 7 13 /01 /enero /2013 11:09

-¡La prueba caldaria! –En la boca desdentada, su voz parecía emerger de la caverna de los tiempos. –Que Dios imparta justicia.

Con estas palabras, Facundo descendió de la enorme roca, que rompía el claro abierto en la espesura, con la dignidad de un profeta en tiempos de los romanos. La insólita visión de quien se cree un Cristo bendecido por las canas y la decrepitud de la naturaleza humana lo tornaba aun más temible, asegurada ya su salvación en el reino de los cielos. Una túnica vencida por la suciedad lo cubría. Alumbrados por candiles de sebo, habían caminado durante la noche a través de la maleza y ahora sus pies descalzos dejaban huellas sanguinolentas sobre el granito como estigmas en una cueva rupestre. A la sentencia le siguió un clamor, mezcla de éxtasis y rezo litúrgico, que hizo temblar los espíritus errantes del bosque. Apenas era una decena de personas las allí concentradas. Los primeros rayos de sol empezaban a zigzaguear entre las ramas de los árboles;  la humedad de la tierra levitaba en busca de oxígeno para trocarlo en irrespirable.

De pronto, un último resquicio de miedo aceleró la adrenalina adormecida por el cansancio y agrandó la expresión de los ojos de Francisco. La palidez latente en sus facciones durante la burda imitación de un juicio tomó entidad de crispación. La brecha de la frente, dolorosa como si tuviese una cuchilla de afeitar clavada, había dejado de manar. Todavía de pie, un  amago de vértigo le asaltó y se apoyo como pudo en el pequeño tronco de nogal dispuesto a modo de atril implorante frente a su esperpéntico juez. Ni una sola de sus súplicas había llamado a la razón a aquellos energúmenos que lo habían arrastrado hasta el monte entre zarandeos y palos, bajo la presión de sus insultos. La siempre impoluta camisa azul celeste era un jirón desabrochado, sentía los pantalones de su traje a medida acartonados por el barro y las ampollas convertidas en yagas por las rozaduras de los zapatos. Azuzado por las prisas, olvidó los calcetines de hilo, imprescindibles para pieles delicadas.

Francisco Mallón acostumbraba a viajar por carreteras secundarías, por más que las dietas incluían los gastos de autopista. Alegaba, ante las constantes burlas de sus compañeros, que no existía pueblo en el mapa ajeno a la impronta de sus neumáticos. Representante desde el boom de la venta de enciclopedias a puerta fría, le apodaban, no sin cierta sorna, El Amish, en referencia a su notorio recelo por las nuevas tecnologías. Odiaba con inquina los ordenadores, los modernos GPS y hasta la voz neutra del contestador del básico móvil de empresa impuesto por decreto. En cambio, miraba con añoranza el antiguo busca, guardado como oro en paño en la caja de las reliquias del maletero de su Ford Fiesta, fiel a la casa desde su salida al mercado. Ineludiblemente lloraba desconsolado cuando reponían, para rellenar huecos de parrilla en los canales de segunda de la TDT, Muerte de un viajante. Tal era el apego al oficio que había adoptado el alter ego de Willy Loman, llegando incluso a auto-convencerse que en algún lugar remoto le esperaba una desestructurada familia y, en otro, una amante a quien compraba estúpidamente a hurtadillas medias con costura, cada vez más difíciles de localizar. Aunque los ofreciese en un pulcro castellano, su romanticismo impenitente no le eximía de vender libros electrónicos (nada de ebooks), entre otros artilugios, a los comercios que escapaban de las redes de las grandes superficies. Nadie es perfecto, se excusaba a sí mismo, y la imagen de Jack Lemmon le acudía a la cabeza.

Llegó con las ruedas gastadas por la tierra de un sendero roto en medio de la montaña, tras la tercera bifurcación. Era mediodía y el sol habría zarandeado hacia el desánimo al mismo diablo. Conocedor de la orografía peninsular como la palma de su mano (por una insensata obstinación de no preguntar), enseguida catalogó aquel paraje en el ranking de paradisíaca aldea norteña todavía por descubrir. Jamás podría deshacerse de uno de los asquerosos libros de pantalla táctil y antirreflectante, se dijo, y  decidió desempolvar su vieja Ocho Milímetros. Desconectó el móvil y optó por dedicar el día a grabar las gentes del lugar, esperando no ser acusado de brujería por robarles el alma. Quizás, si la diosa fortuna, en un futuro, resolvía apiadarse de él espantado la mala estrella que le tenía asignada, aquellas imágenes le servirían para asesorar a algún alto cargo de un holding de parques temáticos. Vista con perspectiva, fue una desatinada idea.

La bucólica estampa, carente de lavabos públicos y con todas las barreras arquitectónicas para imposibilitar el acceso a cualquier minusválido, era orquestada por varias casuchas de madera oscura dispersas, adaptadas a las elevaciones del terreno agreste. Minúsculos ventanucos velaban la mirada del curioso. La hierba crecía, salvaje, en la única calle empedrada, cuesta arriba. Debido a su estrechez, extrajo la llave del coche y lo abandonó, a la buena de Dios, en la entrada. Cámara al hombro, Clark Kent en un campo de kryptonita, al quitarse la corbata se puso su disfraz de explorador intrépido cuando una silueta fantasmagórica de color sepia apareció en el encuadre difuso de la cámara, en el otro extremo de la calle. Ni en plena catarsis experimental, Buñuel habría legado a la posteridad  retrato con mayor calidad artística: Una sonrisa hueca y bobalicona pendía del rostro calloso de quien, después, se presentaría con el nombre de Facundo. Lentamente bajó la cámara y, anonadado, entendió que no podría vender la cinta a Cuarto Milenio. Bajo el tono amarillento de la de camiseta de algodón y los pantalones de pana arremangados hasta las canillas habitaba un hombre de carne y hueso, inmune al calor. Impulsado por la cuesta, rodó hasta donde se encontraba Francisco.

-¡Hola, hola! -Entre temeroso de espantar al visitante y el roer de los nervios, gritaba con el cayado suspendido en el aire.

El saludo sirvió de señal de aviso y el rasguño quebradizo de los portalones al descorrerse sobresaltó a Francisco. Raudos y silenciosos, cuatro o cinco seres desvencijados rodearon a su particular mono de feria. La sombra de unos buitres frotándose las alas frente a su festín se proyectaba contra el suelo.

-Buenos días, –contestó, con un ligero titubeo. Sin salir de su asombro, rotaba sobre sí mismo torpemente.- me he perdido ¿Podrían indicarme cómo regresar a la Nacional? –Incómodo, sintió abrirse cada uno de sus poros como un caño de fuente. Las manchas de sudor le marcaban desde las axilas hasta el faldón de la camisa.

- ¿Pero qué prisa tiene, hombre?  Juana, anda, saca vino fresco para el señor –y señaló con el cayado a una cuarentona con claros síntomas de anorexia.

-Sí, sí, sí –traqueteaba la susodicha con lengua sibilina- A-a-aquí to-todos so-so-somos una familia. ¿Por-por-qué no se queda a comer? A-a-así nos-nos contará no-o-o-vedades.

Entraron en procesión tras el lúgubre esqueleto de mujer. En un habitáculo neolítico habría habido más indicios de vida: la penumbra ocultaba la desnudez de las paredes, la mesa de un austero tenebroso y una de las dos sillas aptas para gigantes, donde se acomodó con el culo rozando el borde de una de sus esquinas. El techo bajo le habría permitido rozar con su mano las vigas sin necesidad de levantarse.

-Dad de beber al sediento y de comer al hambriento; son las enseñanzas de Nuestro Señor –Irrumpió Facundo en medio de uno de sus sorbos, mirándolo fijamente como si detrás de la frase escondiese un mensaje cifrado.

-Dad de beber al sediento –coreó el resto-; dad de comer al hambriento.

-Mujer, saca algo para nuestro invitado.

-Por favor, no se molesten, yo sólo…-La excusa sonó a súplica e intentó incorporarse.

Resultó inútil. De manera incomprensible, se vio con una holganza de pan en una mano y, con la otra, engullendo de un puchero un potaje de extraño sabor y contenido. Aceptó, rendido, la hospitalidad y comió y bebió copiosamente, según parecían rezar aquellas gentes mientras le observaban. Con los sentidos abotargados, notó unas palmaditas en la espalda y el bramido jocoso de Facundo:

-Muchacho, ya no son horas de coger la carretera. Mejor será que se quede a dormir.

Francisco había caído medio inconsciente sobre la mesa. Levantó la cabeza y, en el fruncido de sus ojos, creyó ver la sonrisa bobalicona y hueca de Facundo a través de su Ocho Milímetros. Se palpó el mentón anestesiado y pegajoso por el azúcar del alcohol y asintió, impotente. El crujir de un camastro lo condujo por los entresijos de un sueño inquieto, provocado por los ruidos del exterior: charloteos aislados, cánticos, gritos, sillas que se arrastraban, pasos presurosos subiendo y bajando escaleras o sobre la gravilla de la calle, batir de puertas, el motor del coche. Todavía navegante del inconsciente, le costó reaccionar a los zarandeos de media noche.

-¡En pie, hijo de Belcebú! –resonaba en su cabeza.

-Pe-pe-pero qué pasa, no-no entiendo….-Mientras él tartamudeaba, a Juana se le escapó una risita nerviosa.

Se incorporó sin entender nada y una lluvia de palos, que no amainó hasta ser lanzado al desconocido vacío, cayó sobre él. En el camino rememoró a su inexistente familia desestructurada, las sedosas piernas de su amante imaginaria…, y, por una vez, deseó escuchar, desesperado, la modulada mujer neutra de su contestador.

Ya cuerpo a tierra, las manos sujetas con espinoso esparto por delante, le descubrieron, de un violento gesto,  los ojos mal tapados con su propia corbata. Animal acorralado, probó de escabullirse con movimientos tan desesperados como infructuosos. Estaba perdido, aceptó, y bajo el quejido de la luna dio lugar con gran teatralidad la representación de un juicio. Finalmente entendió que, lejos de desconocer el funcionamiento de las nuevas tecnologías, mientras él dormía,  Facundo y sus secuaces del túnel del tiempo habían rebuscado entre sus cosas hasta dar con los libros electrónicos (a los cuales preferían referirse con el indigesto nombre de ibucs). Hallaron cargado, para desgracia de Francisco, El código da Vinci, considerado, en la aldea ya no paradisíaca, escritura herética. Intentó defenderse desplegando sus recursos oratorios, alegando obligaciones de vendedor y desparramó un discurso sobre preferencias y gustos personales, que en absoluto tenían relación con el objeto de sus ventas.  De nada sirvió, la sentencia era firme:

-Se hervirá agua del río en el caldero. De su fondo deberás recoger, una a una, tres piedras santificadas con agua bendita. –Francisco asumió que había sido condenado nada más cerrar la portezuela de su coche. Ahora entendía por qué había pasado la noche junto a aquella enorme olla humeante y por qué no habían parado de ir a buscar leña para mantenerla caliente. Facundo prosiguió, mesiánico: -Luego, vendaremos tus manos y tus brazos. Si pasados tres días no hay restos de quemaduras, Dios habrá intercedido por ti, absolviéndote de tus pecados.

Lágrimas de cordero el día de su sacrificio corrieron por los senderos de su rostro exhausto; un aullido largo y profundo se elevó desde aquel ralo del universo en busca de socorro divino, última de sus bengalas sin esperanza. “Tres piedras, tres putas piedras y todo habrá acabado, Francisco. Luego, ya veremos ¡Francisco, con dos cojones!”, se arengaba con los ojos fijos en la hoguera; “Bastardos, hijos de la gran puta, locos de mala madre ¿Cómo coño he terminado aquí, de qué mierda han salido éstos?”, continuaba. Sintió la adrenalina explotar en su cerebro y, también, la fuga de orín reblandeciéndole el fango de la pernera; lo suficiente para dar los pasos  que le separaban de la caldera. Desanudaron las cuerdas y en único alarido extrajo una, dos y tres piedras. Después, perdió la adrenalina y la conciencia.

Despertó en el asiento de copiloto del Ford. El dolor de cabeza le obnubiló el pasado inmediato y al tocarse la frente una punzada aguda le hizo retorcerse sobre la tapicería de escay. Abrió del todo los ojos y recordó. Sudaba como un cerdo aprisionado en su cochinera; el terreno pedregoso le hizo rememorar cada uno de los trancazos recibidos; un pobre Sancho Panza sin caballero.  A su lado, conducía Juana.

-¿Qué, qué ha pasado?, ¿dó-dónde me lleva? –ante su tartamudez movida por la incertidumbre, Juana desplegó una sonrisa llena de complicidad.

Francisco miró el juego del hueso de su muñeca sobre el volante y, en acto reflejo, intentó mover sus dedos por debajo del vendaje. La quemazón le contrajo los músculos y le transformó la cara.

-Yaaaaa pa-pa-pasó, cariño. Na-aaaadie te hará da-da-daño –le consoló la lengua renqueante con la vista pegada a la carretera- Dios te-te-te perdonará.  Me lo haaaaa dicho

Francisco se encontraba hundido; sin embargo, cuando ya vencían los párpados del desánimo, el anguloso tobillo del pie del embrague, envuelto por la cinta negra de la alpargata, le despertó un ligero e inquieto hormigueo cerca de la ingle. Cientos de medias de seda con costura lo esperaban ansiosas en el maletero, junto a su viejo busca. Quizás, algún día, su idílica familia desestructurada también tendría cabida. Era una simple cuestión de paciencia, de mantenerse firme a su postura de no preguntar jamás y dejar a la diosa fortuna guiarlo por la senda de su propio destino.  

  lsorciere

 

10 de octubre de 2011  

 

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