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13 enero 2013 7 13 /01 /enero /2013 11:09

-¡La prueba caldaria! –En la boca desdentada, su voz parecía emerger de la caverna de los tiempos. –Que Dios imparta justicia.

Con estas palabras, Facundo descendió de la enorme roca, que rompía el claro abierto en la espesura, con la dignidad de un profeta en tiempos de los romanos. La insólita visión de quien se cree un Cristo bendecido por las canas y la decrepitud de la naturaleza humana lo tornaba aun más temible, asegurada ya su salvación en el reino de los cielos. Una túnica vencida por la suciedad lo cubría. Alumbrados por candiles de sebo, habían caminado durante la noche a través de la maleza y ahora sus pies descalzos dejaban huellas sanguinolentas sobre el granito como estigmas en una cueva rupestre. A la sentencia le siguió un clamor, mezcla de éxtasis y rezo litúrgico, que hizo temblar los espíritus errantes del bosque. Apenas era una decena de personas las allí concentradas. Los primeros rayos de sol empezaban a zigzaguear entre las ramas de los árboles;  la humedad de la tierra levitaba en busca de oxígeno para trocarlo en irrespirable.

De pronto, un último resquicio de miedo aceleró la adrenalina adormecida por el cansancio y agrandó la expresión de los ojos de Francisco. La palidez latente en sus facciones durante la burda imitación de un juicio tomó entidad de crispación. La brecha de la frente, dolorosa como si tuviese una cuchilla de afeitar clavada, había dejado de manar. Todavía de pie, un  amago de vértigo le asaltó y se apoyo como pudo en el pequeño tronco de nogal dispuesto a modo de atril implorante frente a su esperpéntico juez. Ni una sola de sus súplicas había llamado a la razón a aquellos energúmenos que lo habían arrastrado hasta el monte entre zarandeos y palos, bajo la presión de sus insultos. La siempre impoluta camisa azul celeste era un jirón desabrochado, sentía los pantalones de su traje a medida acartonados por el barro y las ampollas convertidas en yagas por las rozaduras de los zapatos. Azuzado por las prisas, olvidó los calcetines de hilo, imprescindibles para pieles delicadas.

Francisco Mallón acostumbraba a viajar por carreteras secundarías, por más que las dietas incluían los gastos de autopista. Alegaba, ante las constantes burlas de sus compañeros, que no existía pueblo en el mapa ajeno a la impronta de sus neumáticos. Representante desde el boom de la venta de enciclopedias a puerta fría, le apodaban, no sin cierta sorna, El Amish, en referencia a su notorio recelo por las nuevas tecnologías. Odiaba con inquina los ordenadores, los modernos GPS y hasta la voz neutra del contestador del básico móvil de empresa impuesto por decreto. En cambio, miraba con añoranza el antiguo busca, guardado como oro en paño en la caja de las reliquias del maletero de su Ford Fiesta, fiel a la casa desde su salida al mercado. Ineludiblemente lloraba desconsolado cuando reponían, para rellenar huecos de parrilla en los canales de segunda de la TDT, Muerte de un viajante. Tal era el apego al oficio que había adoptado el alter ego de Willy Loman, llegando incluso a auto-convencerse que en algún lugar remoto le esperaba una desestructurada familia y, en otro, una amante a quien compraba estúpidamente a hurtadillas medias con costura, cada vez más difíciles de localizar. Aunque los ofreciese en un pulcro castellano, su romanticismo impenitente no le eximía de vender libros electrónicos (nada de ebooks), entre otros artilugios, a los comercios que escapaban de las redes de las grandes superficies. Nadie es perfecto, se excusaba a sí mismo, y la imagen de Jack Lemmon le acudía a la cabeza.

Llegó con las ruedas gastadas por la tierra de un sendero roto en medio de la montaña, tras la tercera bifurcación. Era mediodía y el sol habría zarandeado hacia el desánimo al mismo diablo. Conocedor de la orografía peninsular como la palma de su mano (por una insensata obstinación de no preguntar), enseguida catalogó aquel paraje en el ranking de paradisíaca aldea norteña todavía por descubrir. Jamás podría deshacerse de uno de los asquerosos libros de pantalla táctil y antirreflectante, se dijo, y  decidió desempolvar su vieja Ocho Milímetros. Desconectó el móvil y optó por dedicar el día a grabar las gentes del lugar, esperando no ser acusado de brujería por robarles el alma. Quizás, si la diosa fortuna, en un futuro, resolvía apiadarse de él espantado la mala estrella que le tenía asignada, aquellas imágenes le servirían para asesorar a algún alto cargo de un holding de parques temáticos. Vista con perspectiva, fue una desatinada idea.

La bucólica estampa, carente de lavabos públicos y con todas las barreras arquitectónicas para imposibilitar el acceso a cualquier minusválido, era orquestada por varias casuchas de madera oscura dispersas, adaptadas a las elevaciones del terreno agreste. Minúsculos ventanucos velaban la mirada del curioso. La hierba crecía, salvaje, en la única calle empedrada, cuesta arriba. Debido a su estrechez, extrajo la llave del coche y lo abandonó, a la buena de Dios, en la entrada. Cámara al hombro, Clark Kent en un campo de kryptonita, al quitarse la corbata se puso su disfraz de explorador intrépido cuando una silueta fantasmagórica de color sepia apareció en el encuadre difuso de la cámara, en el otro extremo de la calle. Ni en plena catarsis experimental, Buñuel habría legado a la posteridad  retrato con mayor calidad artística: Una sonrisa hueca y bobalicona pendía del rostro calloso de quien, después, se presentaría con el nombre de Facundo. Lentamente bajó la cámara y, anonadado, entendió que no podría vender la cinta a Cuarto Milenio. Bajo el tono amarillento de la de camiseta de algodón y los pantalones de pana arremangados hasta las canillas habitaba un hombre de carne y hueso, inmune al calor. Impulsado por la cuesta, rodó hasta donde se encontraba Francisco.

-¡Hola, hola! -Entre temeroso de espantar al visitante y el roer de los nervios, gritaba con el cayado suspendido en el aire.

El saludo sirvió de señal de aviso y el rasguño quebradizo de los portalones al descorrerse sobresaltó a Francisco. Raudos y silenciosos, cuatro o cinco seres desvencijados rodearon a su particular mono de feria. La sombra de unos buitres frotándose las alas frente a su festín se proyectaba contra el suelo.

-Buenos días, –contestó, con un ligero titubeo. Sin salir de su asombro, rotaba sobre sí mismo torpemente.- me he perdido ¿Podrían indicarme cómo regresar a la Nacional? –Incómodo, sintió abrirse cada uno de sus poros como un caño de fuente. Las manchas de sudor le marcaban desde las axilas hasta el faldón de la camisa.

- ¿Pero qué prisa tiene, hombre?  Juana, anda, saca vino fresco para el señor –y señaló con el cayado a una cuarentona con claros síntomas de anorexia.

-Sí, sí, sí –traqueteaba la susodicha con lengua sibilina- A-a-aquí to-todos so-so-somos una familia. ¿Por-por-qué no se queda a comer? A-a-así nos-nos contará no-o-o-vedades.

Entraron en procesión tras el lúgubre esqueleto de mujer. En un habitáculo neolítico habría habido más indicios de vida: la penumbra ocultaba la desnudez de las paredes, la mesa de un austero tenebroso y una de las dos sillas aptas para gigantes, donde se acomodó con el culo rozando el borde de una de sus esquinas. El techo bajo le habría permitido rozar con su mano las vigas sin necesidad de levantarse.

-Dad de beber al sediento y de comer al hambriento; son las enseñanzas de Nuestro Señor –Irrumpió Facundo en medio de uno de sus sorbos, mirándolo fijamente como si detrás de la frase escondiese un mensaje cifrado.

-Dad de beber al sediento –coreó el resto-; dad de comer al hambriento.

-Mujer, saca algo para nuestro invitado.

-Por favor, no se molesten, yo sólo…-La excusa sonó a súplica e intentó incorporarse.

Resultó inútil. De manera incomprensible, se vio con una holganza de pan en una mano y, con la otra, engullendo de un puchero un potaje de extraño sabor y contenido. Aceptó, rendido, la hospitalidad y comió y bebió copiosamente, según parecían rezar aquellas gentes mientras le observaban. Con los sentidos abotargados, notó unas palmaditas en la espalda y el bramido jocoso de Facundo:

-Muchacho, ya no son horas de coger la carretera. Mejor será que se quede a dormir.

Francisco había caído medio inconsciente sobre la mesa. Levantó la cabeza y, en el fruncido de sus ojos, creyó ver la sonrisa bobalicona y hueca de Facundo a través de su Ocho Milímetros. Se palpó el mentón anestesiado y pegajoso por el azúcar del alcohol y asintió, impotente. El crujir de un camastro lo condujo por los entresijos de un sueño inquieto, provocado por los ruidos del exterior: charloteos aislados, cánticos, gritos, sillas que se arrastraban, pasos presurosos subiendo y bajando escaleras o sobre la gravilla de la calle, batir de puertas, el motor del coche. Todavía navegante del inconsciente, le costó reaccionar a los zarandeos de media noche.

-¡En pie, hijo de Belcebú! –resonaba en su cabeza.

-Pe-pe-pero qué pasa, no-no entiendo….-Mientras él tartamudeaba, a Juana se le escapó una risita nerviosa.

Se incorporó sin entender nada y una lluvia de palos, que no amainó hasta ser lanzado al desconocido vacío, cayó sobre él. En el camino rememoró a su inexistente familia desestructurada, las sedosas piernas de su amante imaginaria…, y, por una vez, deseó escuchar, desesperado, la modulada mujer neutra de su contestador.

Ya cuerpo a tierra, las manos sujetas con espinoso esparto por delante, le descubrieron, de un violento gesto,  los ojos mal tapados con su propia corbata. Animal acorralado, probó de escabullirse con movimientos tan desesperados como infructuosos. Estaba perdido, aceptó, y bajo el quejido de la luna dio lugar con gran teatralidad la representación de un juicio. Finalmente entendió que, lejos de desconocer el funcionamiento de las nuevas tecnologías, mientras él dormía,  Facundo y sus secuaces del túnel del tiempo habían rebuscado entre sus cosas hasta dar con los libros electrónicos (a los cuales preferían referirse con el indigesto nombre de ibucs). Hallaron cargado, para desgracia de Francisco, El código da Vinci, considerado, en la aldea ya no paradisíaca, escritura herética. Intentó defenderse desplegando sus recursos oratorios, alegando obligaciones de vendedor y desparramó un discurso sobre preferencias y gustos personales, que en absoluto tenían relación con el objeto de sus ventas.  De nada sirvió, la sentencia era firme:

-Se hervirá agua del río en el caldero. De su fondo deberás recoger, una a una, tres piedras santificadas con agua bendita. –Francisco asumió que había sido condenado nada más cerrar la portezuela de su coche. Ahora entendía por qué había pasado la noche junto a aquella enorme olla humeante y por qué no habían parado de ir a buscar leña para mantenerla caliente. Facundo prosiguió, mesiánico: -Luego, vendaremos tus manos y tus brazos. Si pasados tres días no hay restos de quemaduras, Dios habrá intercedido por ti, absolviéndote de tus pecados.

Lágrimas de cordero el día de su sacrificio corrieron por los senderos de su rostro exhausto; un aullido largo y profundo se elevó desde aquel ralo del universo en busca de socorro divino, última de sus bengalas sin esperanza. “Tres piedras, tres putas piedras y todo habrá acabado, Francisco. Luego, ya veremos ¡Francisco, con dos cojones!”, se arengaba con los ojos fijos en la hoguera; “Bastardos, hijos de la gran puta, locos de mala madre ¿Cómo coño he terminado aquí, de qué mierda han salido éstos?”, continuaba. Sintió la adrenalina explotar en su cerebro y, también, la fuga de orín reblandeciéndole el fango de la pernera; lo suficiente para dar los pasos  que le separaban de la caldera. Desanudaron las cuerdas y en único alarido extrajo una, dos y tres piedras. Después, perdió la adrenalina y la conciencia.

Despertó en el asiento de copiloto del Ford. El dolor de cabeza le obnubiló el pasado inmediato y al tocarse la frente una punzada aguda le hizo retorcerse sobre la tapicería de escay. Abrió del todo los ojos y recordó. Sudaba como un cerdo aprisionado en su cochinera; el terreno pedregoso le hizo rememorar cada uno de los trancazos recibidos; un pobre Sancho Panza sin caballero.  A su lado, conducía Juana.

-¿Qué, qué ha pasado?, ¿dó-dónde me lleva? –ante su tartamudez movida por la incertidumbre, Juana desplegó una sonrisa llena de complicidad.

Francisco miró el juego del hueso de su muñeca sobre el volante y, en acto reflejo, intentó mover sus dedos por debajo del vendaje. La quemazón le contrajo los músculos y le transformó la cara.

-Yaaaaa pa-pa-pasó, cariño. Na-aaaadie te hará da-da-daño –le consoló la lengua renqueante con la vista pegada a la carretera- Dios te-te-te perdonará.  Me lo haaaaa dicho

Francisco se encontraba hundido; sin embargo, cuando ya vencían los párpados del desánimo, el anguloso tobillo del pie del embrague, envuelto por la cinta negra de la alpargata, le despertó un ligero e inquieto hormigueo cerca de la ingle. Cientos de medias de seda con costura lo esperaban ansiosas en el maletero, junto a su viejo busca. Quizás, algún día, su idílica familia desestructurada también tendría cabida. Era una simple cuestión de paciencia, de mantenerse firme a su postura de no preguntar jamás y dejar a la diosa fortuna guiarlo por la senda de su propio destino.  

  lsorciere

 

10 de octubre de 2011  

 

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Comentarios

S
<br /> <br /> ¡Que buen relato! reconozco que lo he entendido a la segunda. Esperaba un texto breve y me he descolocado. Como para meter en el pueblo un autobus de japoneses....El cine es un excelene<br /> recurso para tener activas a las musas. Saludos Mj.<br /> <br /> <br /> <br />
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M
<br /> <br /> Pobre Francisco!! Lo tuve 3 o 4 días en el bosque sin saber qué iba a ser de él, hasta yo empezaba a estar preocupada, jeje. Reconozco que se me escapó de las manos, en principio se trataba de un<br /> micro, pero... Es emocionante cuando ves que tirando del hilo poco a poco vas perfilando una historia. A veces me ponía nerviosa, ansiosa por acabarla, pero luego me calmaba a mi misma:<br /> "tranquila, MJ, no hay prisa, entretente lo que haga falta, no saltes a la siguiente escena sin acabar esta". Ha sido una lucha!!<br /> <br /> <br /> Gracias, Salvador<br /> <br /> <br /> <br />
K
<br /> <br /> Sobrecogida me hallo!!!!!, esto no se hace, guapa!!!!!...o bueno, si, hazlo y hazlo muchas veces porque, de verdad, que merece la pena tanto que solo de pensarlo, me<br /> siento muy afortunada de poder degustar manjares como éste.333333333333333333 (esto lo dejo porque lo acaba de hacer Korita con la pezuña, supongo que es su manifestación de agrado<br /> total!!!!!).<br /> <br /> <br /> Besos y enhorabuena!!!<br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br /> .+<br /> <br /> <br /> <br />
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M
<br /> <br /> Besos para mis Koras. Gracias. Estoy que me salgo de mi misma.<br /> <br /> <br /> <br />
F
<br /> <br /> ¡Madre mía, qué miedo! Pero Bra-vo, MJ... No es que lo hay leído, es que lo has relatado y descrito de tal manera, que estaba llena de tensión, de angustia. Me recordó a una vieja serie de la<br /> tele:<br /> <br /> <br /> "Historias para no dormir" que efectivamente, siempre me daban pesadillas después. Te lo has trabajado, desde luego que sí. Puedes cantar algo así como:<br /> <br /> <br /> No me llames parada que soy cuentista, e invento o creo, continuamente; cual buen artista.<br /> <br /> <br /> Enhorabuena, amiga... Y vaya por dios que hoy también estoy sola y esta noche, me acaordaré del cuento de miedo y acabaré con pesadillas, anda que... ¡mira que soy cobardica! jejeje<br /> <br /> <br /> Un gran abrazo<br /> <br /> <br /> <br />
Responder
M
<br /> <br /> Feliz como una perdiz, me habeis dejado. Y tú no tengas miedo, que yo velaré tus sueños.<br /> <br /> <br /> Una lluvia de besos, Flora<br /> <br /> <br /> <br />

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