A las ocho de la mañana, con la autoridad otorgada por la máquina de la verdad y el traje azul oscuro jalonado en verde fosforito, el revisor se dirigía a los anestesiados conciudadanos, firme y seguro:

 -¿Puede enseñarme su ticket, por favor?

Ícaro Ballón, despierto de oficio y acicalado por Caritas para una entrevista, barajó escabullirse en “Sant Martín”, anunciada por el andrógino altavoz. Sin embargo, un irracional espíritu cultivado en el tiempo de Los payasos de la tele le ganó. Miró el entorno con apostura teatral y se embutió en su papel de trovador.

-¿Ticket, por favor?

-Oh, por supuesto, caballero –respondió, junto a una sonrisa de mimo, seguida de gesto reverencial.- Bien es sabida su obligación de cerciorarse del cumplimiento de la normativa del metro. No obstante, permítanme antes narrarles, a usted y a este encantador auditorio, un pequeño cuento.

-Por favor, caballero…

-Qué más le da, hombre, déjelo –le amonestó una voz anónima.

- Será muy corto, lo juro, tan corto que en la próxima parada le mostraré mi billete: “Era sé una princesa que siempre vestía de negro –y se dirigió hacia la joven gótica parapetada tras sus pensamientos. Tras captar también su atención, prosiguió:- De piel nívea, profundos ojos negros y extrema delicadeza, sus encantos habrían rendido cualquier corazón; pero un infinito sentimiento de tristeza la aislaba, siendo innecesario ni torre ni castillo para amurallar su belleza. En uno de sus paseos, un aldeano de edad avanzada y semblante amable le regaló una margarita blanca. Ella guardó el presente entre las páginas de su libro. A partir de entonces, el recuerdo del gentil campesino asomaría en sus lecturas para enumerarle al oído las infinitas bondades al alcance de su mano.”

La joven esbozó una sonrisa y un desfasado asomo de rubor adornó sus mejillas.

-Muy bonito; ahora, por favor…

-Mi promesa: sólo una parada –Levanta el dedo índice y, como si hubiese finalizado un truco de magia, se escucha por megafonía “Bac de Roda”. El vagón, imbuido por el espectáculo, emite un “oh” de asombro-, pero sería una desgracia para ustedes perderse la historia de Javier, el Jardinero.

Nada más retomar la marcha, Ícaro se fija en el señor de traje gris y bastón, desesperado por un asiento. La bautizada princesa le cede su trono. Aprovechando el hechizo, Ícaro se arranca:

“En su niñez fue conocido por Javier, el Cojo. Chico trabajador y dispuesto, las reticencias de sus padres a cualquier esfuerzo físico que lo pudiese lastimar lo asfixiaban. “No trabajarás el campo”, le decía la madre; “Ese apero pesa demasiado”, le latineaba el padre. Así pues, decidió partir para demostrar como su amor por la tierra era mayor a su lesión. Millones de leguas después, llegó a un lugar donde, obviando la cojera, vieron su gran voluntad. Allí se convirtió en jardinero, allí construyó con exquisitez un edén digno de los dioses, y allí regaló la más armoniosa de las flores a la melancólica heredera, una margarita de múltiples pétalos, blanca y sencilla.”

Los aplausos ahogaron el anuncio de “El Clot”. En el enlace, un inesperado tumulto invadió el vagón e Ícaro desapareció. Enfadado por la improvisada picaresca, el revisor lo buscó. Ya iba a arengar contra la indulgencia del pasaje, cuando el señor del traje gris, ayudado de un ligero movimiento de cabeza, le señaló con el bastón: un vergonzoso, harapiento billete asomaba bajo la suela de sus zapatos. Lo tomó, incrédulo, y lo verificó. El último artificio de Ícaro los abandonó a todos silenciosos y pensativos.

17 de abril de 2012