“A la cola, como todo el mundo” dijo la farmacéutica. Un silencio sepulcral invadió la ristra de clientes al verla levitar hacia el último, que retrocedió un paso para cederle el sitio. La teatralidad de sus movimientos y su aspecto –las manos enlazadas bajo el manto negro; el rostro, pálido, escondido en las sombras de su capucha– formaban parte del oficio. Estricta y pulcra en sus quehaceres, jamás había retrasado una cita dada: “a cada persona le llega su hora”, era el lema de un trabajo intachable. Por desgracia, su condición de eterna no la eximía de ciertos achaques propios de la edad. Esta vez, llegaría tarde.
1 de noviembre de 2012