El pistoletazo de la rutina señalado por la música estridente del móvil despertó a Manuela dispuesta a emular, una vez más, al protagonista de El día de la marmota. El sonido cesó con una suave presión sobre el botón táctil de última generación de antiguos trabajadores en activo y un gorgoteo húmedo la acurrucó cinco minutos más en la cama. La ventana entre abierta dejaba pasar las últimas exhalaciones del verano, cruzándose en su huída con el lánguido decaer del otoño. Arrastrada más por la curiosidad que por la obligación, decidió levantarse para descorrer la cortina vaporosa que, como abandonada, se dejaba llevar por la fresca brisa de las primeras horas del día. Su madre dormía cuando salió de casa y no coincidió con nadie en el ascensor para comentarlo. Aun así, Barcelona bostezaba su mañana cubriendo con la lluvia monótona el suelo urbanita, tunelado y nervioso. Argucias de los sentidos, de esta manera el cielo nos activa, por principio, una parte del cerebro quizás ya estudiada por el Sr Punset, que nos torna enfermos frenéticos y temerosos frente al inestable futuro inmediato. Sin embargo, a Manuela no le corría prisa llegar a su destino y, resistiendo la tentación a la inercia de quien ha permanecido atado durante años a la agenda del trabajo, calmó su paso. En el escaso recorrido entre su portal y el metro, mientras escuchaba el chapoteo del agua al chocar contra la acera y le llegaba el perfume -mezcla de tierra y hierba mojada- procedente de los retazos reservados por Parques y Jardines al uso vecinal para recordarnos nuestra condición agrícola, reflexionaba sobre el comentario de Flora publicado en el foro de Internet: [1]“Otro pero. A mí, que me gusta la lluvia, sin menosprecio del sol y su calidez, no entiendo por qué tantas personas hablan de ella, la lluvia, como si careciera de brillo, hermosura, ternura, de alegría y tanto más”. Tenía razón la desconocida Flora. Por eso, Manuela ladeó un poco el paraguas, para ver el remolino amorfo, grisáceo, de nubes congregadas, como llamadas a maitines, para bautizar a sus penitentes feligreses. Parada en medio de la calle, cerró los ojos con la voluntad de retener el momento y notó el goteo chispeante, revoltoso, sobre su rostro. Una sonrisa asomó a su labios camuflada entre el anonimato de la ciudad, mientras los conciudadanos más allegados la miraban al pasar extrañados sin poder evitar ralentizar la marcha hacia su futuro inmediato.
Al regresar a casa, Manuela escuchó en el telediario que no había llovido en Servilla. Entonces decidió hacer de este día un regalo para Flora
26 de septiembre del 2010