Cri-cri, cri-cri, cri-cri. Los grillos del parque, bajo la batuta de la luna, despliegan al unísono sus alas. Se abre el concierto y un intenso olor a jazmín baña el camino donde conversaciones con acento jienense se dirigen a las fiestas del pueblo. Toda emperifollada, vestida con mis primeras galas y con esos zapatos relucientes que de tan nuevos destrozan los pies, escucho a las muchachas, para mí adultas, y el sonido de la gravilla estremeciéndose bajo nuestros pies. Poco después, llegaríamos a la feria. Allí el alborozo de las atracciones, los puestos de tiro, las casetas de sevillanas… tragarían definitivamente el silencio de la noche.
Arrastrada por la nostalgia de mis abuelos, haciéndome partícipe de sus deseos, regresaba al pueblo en verano con la misma vitalidad que si un día, yo, hubiese marchado en busca de una vida mejor. Y así, con esa premisa de que todo aquello debía ser bueno, descubrí el sabor del pan cuando se convierte en dulce y el del agua sencilla y fresca que, en el sudar de un botijo, me esperaba, paciente bajo la sombra de la escalera, un año más.
14 de agosto de 2011