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16 mayo 2014 5 16 /05 /mayo /2014 10:18

 

 

Y aunque mis ojos han besado las joyas más hermosas, engarzadas con meras palabras..., y aunque las yemas de mis dedos, a menudo ensalivadas, han rozado miles de páginas..., las palabras no lo dicen todo, por perdurables y exactas que nos parezcan al grabarlas sobre la tibia y sedosa materia, pues a veces un gesto o una mirada y hasta un suspiro contienen profundos matices no percatados, que naufragarán en los arrecifes de lo no visto, no escuchado o no intuido. Y, a veces, ese mismo gesto o mirada o suspiro sin palabras es captado pero no entendido, perdiéndose a su vez, también para siempre, junto al resto de misterios que nunca supimos descifrar. Porque entre lo leído y lo oído, entre lo escrito y lo dicho siempre queda un triste vacío de puentes escondidos difíciles de hallar.                                     

    Quiso obsequiarme el destino arrancando las malas hierbas de uno de esos puentes: hará tres o cuatros años, en alguna ruinosa casa de alguna vieja calle del casco antiguo de la ciudad, una asociación latinoamericana había organizado una conferencia. En el fondo de una espaciosa sala, sobre una larga y carcomida mesa, una tenue luz iluminaba dos manos cogidas. Al apretar el gesto, un rostro de mujer salió de la penumbra para contemplar, durante unos instantes, al auditorio. Su cara, cortada por las sombras, tenía la expresión dura; sin embargo, felina en la oscuridad, sus dilatadas pupilas temblaban de inquietud. Tras enderezarse en su silla, cogió aire y mano y, con sorprendente tono neutro, comenzó a leer, camuflándose nuevamente en la penumbra: “Cuerpo, mente y espíritu son tres que fueron uno, que ya no son, pues todo fue y de ese todo, ya, nada quedó. Yo, como todos, desearía y deseo reencontrar si no ese uno, sí al menos ese tres que un día fui yo. Yo, como todos, desearía y deseo que el hierro candente de mi pasado, mi carne, nunca hubiese marcado. Yo, como todos, desearía y deseo que mi alma nunca hubiese sido mancillada, que mi voluntad doblegada, que mi mente castrada. Y mi deseo es tan vivo y tan cierto como bien pudiera ser para ti en tu vientre un latido, en tu corazón un dolor, en tu estómago un cosquilleo o en tu pecho una pasión. Pero, sobre todo, es deseo inalcanzable como inalcanzable es para un niño, desde su columpio, tocar el cielo. Y sólo por él no muero.

   Yo, como todos, dejé de ser en una funesta noche de un funesto día: la luz en mi habitación encendida quiso avisarme; los coches negros acechando en el portal; la mirada esquiva de una vecina; incluso la luna quiso avisarme alumbrando con su faro, brevemente, un callejón. Pero yo entonces no escuché, ni vi, ni entendí nada. Aquel aciago silencio, hoy tan claro, estaba gritando mi nombre. Poco después, mis ojos fueron vetados, mis labios censurados, mis manos inmovilizadas..., y, de cuclillas, en una esquina del comedor lloré. Luego, cuando terminaron conmigo, como todos me oriné encima”

   A medida que se iban apagando sus últimas palabras, un mutismo se apoderaba de la espaciosa sala, roto solamente por un débil y huidizo gemido. Los labios del rostro desaparecieron bajo la luz; una apretada línea callada miraba, ahora serenamente, a un público estremecido. La voz seca, secamente habló: “Hace seis años, doce años después de mi descenso y ocho de mi salida de los infiernos, torné a pisar tierra argentina, la misma tierra por la que tantas y tantas veces me arrastré, y, con mapa en mano, rastreé los vestigios del invisible, vasto y tenebroso imperio cuyos súbditos, sombras enajenadas, sufren todavía condena; los muertos porque han muerto, los vivos porque siguen viviendo. Aquel dichoso día, yo, vencedora y vencida, grité sobre sus ruinas.

 

 

   Años ha, cayó el imperio, y todo pasa y nada queda, mas en mi cabeza, prácticamente desahuciada por los malos recuerdos, con cada puesta de sol se bate un cruel duelo entre mi deseo y mis miedos. Todo pasa y nada queda y poco a poco voy viviendo, mas a veces gana el miedo, remitiéndome a media noche a los infiernos. Un infierno de escaso fuego- una descarga eléctrica, una colilla sobre mi cuerpo-, de fracturas de huesos, de llantos y gritos (propios y ajenos) pero, también, de silencios, cuando la voz pronunciaba, por última vez, un número o un nombre. Yo, como todos, desnuda, ciega y manca- nombre o número, qué más daba- recuerdo el febril sudor arañando, gota a gota, la piel condolida, el temblor sin consuelo, los labios resecos y sedientos..., y, entre tinieblas, un epígrafe inscrito en el dintel de una puerta antes de volver a ser torturada: Olvidad toda esperanza, los que entráis”.

   Yo la llamé Patricia. Patricia besó la mano que agarraba su mano y, luego, suspiró.

                                            

                                                          10 de febrero de 1998

           

  Nota: Esta  conferencia data de la primavera de 1994. Con ella dimos por concluido, mis compañeros y yo, un estudio sobre los desaparecidos de Argentina durante la dictadura militar entre 1976 y 1982. Durante el curso de 1993/1994 contactamos con diversas asociaciones argentinas a las que siempre agradeceremos su infinita y desinteresada ayuda, facilitándonos numerosas fuentes documentales y orales. Revistas, periódicos, libros y entrevistas nos sumergieron en una historia ajena que hicimos nuestra. Aun así, y esto lo digo a título personal, ningún contacto fue tan directo e impactante como el aquí narrado, pues en cada lectura, en cada conversación..., siempre quedaba suspendido en el aire ese gesto o mirada o suspiro sin palabras.

             

  lsorciere

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Comentarios

S
<br /> Un gesto o mirada o suspiro sin palábras.En este caso dicen un oceano de susurros encadenados.<br /> <br /> <br />
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M
<br /> <br /> Muy bonito, Salvador. Detrás de esa fachada de desparpajo descarado, hay un poeta.<br /> <br /> <br />  <br /> <br /> <br /> Gracias<br /> <br /> <br /> <br />
F
<br /> Querida MJ...<br /> <br /> No sé cuantas veces he intentado "comentar" esta entrada... No me sale, se me queda dentro. Desde luego tú has sabido acompañarlo de calor y espantar un poco el frío o el miedo que despierta el<br /> terror de la vida, a veces... El tiempo, calma, pero algunas cosas no se pueden curar y tenemos que vivir con ello. Solo la muerte puede espantar tan cruel pesadilla vivida.<br /> <br /> Un beso<br /> <br /> <br />
Responder
M
<br /> <br /> Ay, Flora, de verdad que me emocionas. Gracias por cada uno de tus comentarios, ojalá yo tuviese esa capacidad tuya de expresar tan vivamente lo que ves y pudiese devolverte la mínima parte de lo<br /> que recibo de tí, pero a veces, como la protagonista, soy un poco manca y me cuesta corresponder. Eres la gata más sentida y dulce que he conocido en mi vida<br /> <br /> <br /> Miles gracias.<br /> <br /> <br /> <br />

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