Manuela García se vistió con la vulgaridad de su nombre una mañana más y salió a la calle con la esperanza de que el maquillaje de marca blanca le permitiese, por una vez, llegar presentable a la entrevista. El fino tacón bajo resonaba sobre la acera como si doblasen sus pasos en una película costumbrista, ignorantes del hormigueo de su estómago. Entre sus manos bailaban las letras capitales del currículo donde resumía, negro sobre blanco, quince años de su vida, según la Tesorería General de la Seguridad Social. “También te expresas con las manos. Mesura tu compostura. Cuida el lenguaje. Prohibido perfumarse. Sé empática, resolutiva, demuestra proactividad, implícate”: frases sueltas del paradigma del buen trabajador coreaban en corro en torno a su cabeza, como pajarillos azules en una escena de Disney.
Día sí, día también, había mendigado por las oficinas del INEM, con los restos de su orgullo naufragado cargados a las espaldas, resignada a recibir por respuesta la apatía reinante en la barriga del gigante burocrático; mientras, la fiel celadora del expendedor de números esbozaba una leve sonrisa a la cual correspondía, agradecida y educada, por imitación y, así, rescataba de la desidia su condición de persona apta. Número a número, asimiló la mecánica como siempre había hecho, con paciencia y por repetición, y los buenos días de su carnet de identidad empezaron a deslizarse sobre la mesa de la administrativa junto a los últimos dígitos de huérfanas ofertas de trabajo. Caperucita adulta y sin capa, Manuela se aferraba a un espíritu contradictorio, resignado y rebelde, de quien nunca terminó de entender la lección.
- Hola. Quisiera apuntarme a una oferta. –En la curvatura de sus labios, intentó disfrazar la menudencia de su drama con el empaque del disimulo.
-¿Tienes la referencia? –Breve contacto visual y el rostro, familiar cual nueva vecina, se escabulló tras la pantalla del ordenador:
-Sí, sí, acaba en dos mil tres cientos.
La sinfonía de los ágiles dedos sobre el teclado revoloteaba entre el tenue murmullo procedente de las mesas adyacentes. Manuela, absorta en alisar las puntas del perecedero guarismo identificatorio de su turno, la dejaba hacer su trabajo.
-¿Perfil administrativo?
-¿Eh? -despertó-, eso intento. Tengo experiencia, pero no sé si… -se disculpa.
-Espera –interrumpe con la autoridad de House ante su grupo de médicos al final de un capítulo-. No me deja el ordenador… No lo entiendo. ¿Manejas el office?
-Sí, sí. Hombre, usuaria; tampoco soy…,-reconoce su falta de preparación en la vida y se avergüenza por no ser ingeniero informática o, como mínimo, licenciada en telecomunicaciones.
-No, no es eso, es que…-La cara, extrañada ante el inesperado obstáculo, reapareció por una esquina de la pantalla.-, seguramente la casilla está mal habilitada. –Frunció el ceño, en busca de la solución al misterio, y, finalmente, resolvió: -Empezaré otra vez. Déjame tu DNI ¿Referencia?
Manuela, subyugada por un pálpito de esperanza, irguió la espalda y arrugó el papelillo en su puño:
-Ah, gracias. Dos…, dos mil trescientos.
-De acuerdo. A ver, a ver… -clic, clic, clic- ¡Eureka, aquí está! –confirmó, triunfante, el Sherlock Holmes postmoderno.
La silla caliente, y el incógnito mundo, vibraron a los pies de Manuela. Impertérritos ante la catarsis que estaban protagonizando, los dedos de Sherlock se obstinaron en sus indagaciones, en busca de nuevas pesquisas. Y es que, en tiempo de penurias, la sangría social, retransmitida en tiempo real por España Directo, acerca posturas y genera situaciones hasta entonces insospechadas.
-Lo hemos conseguido –sonrió. Las aladas ruedas de la silla se desplazaron hacia la impresora y, en un gesto de musa, alcanzó el folio. - Aquí tienes los datos de la empresa –le explicó mientras subrayaba con fluorescente-, si llamas a este teléfono, podrás solicitar una entrevista.
Ya con el papel en su poder y medio hipnotizada, a Manuela le embargó un sentimiento de paz y de hermandad con el resto de los seres, cuando observó a una de las compañeras, ubicada varias mesas más allá, aproximarse para bisbisearle algo al oído:
-Sí, sí, esa oferta es para quien se le está acabando el paro y a esta chica todavía le quedan unos meses –le respondió, cooperativa y, a la vez, segura de sus decisiones.
-Vale, vale, era para que lo tuvieses en cuenta. –Y desapareció con mismo paso sigiloso con el cual se había acercado.
Sólo entonces, Manuela entendió hasta qué punto todos se encontraba en la misma situación tambaleante, confusos ante lo inexplicable y con esa necesidad intrínseca y básica, grabada genéticamente ya en los albores de la humanidad, de ayudarse unos a los otros para lograr la supervivencia. No era tanto la información conseguida o la posibilidad abierta a un futuro más esperanzador, como el hecho de que alguien se había tomado la molestia de percatarse de su presencia.
El persistente taconeo pronto fue tragado por el estruendo del metro. A falta de libro para amortiguar nervios, sentada a la cola del dragón, repasó el currículo como una niña sus apuntes cinco minutos antes de un examen (sin posibilidad de cambio) y recordó a todas aquellas personas con quienes compartía la mañana a las puertas de la oficina. Sopesó las posibles edades, los conocimientos, las experiencias, el dominio de idiomas…., y en un atrevimiento de loco empuje, se arengó, con igual sinceridad que si se tratase de su mejor amiga:
-Los demás, puede, Manuela; pero, tú, también.
11 de enero de 2012