Nadie, en varios kilómetros a la redonda, sabría decir su nombre. Sin embargo, la mayoría había conversado en alguna ocasión con él. Sus rasgos vulgares y anodinos, sus maneras pausadas y sencillas facilitaban el diálogo, allí, en la taberna del Paquillo entre chasquidos de anís al borde del paladar o en el banco de la plaza principal, donde siempre un rayito de sol caldea a los viejos en invierno alargando unos minutos la vida. Llegó, como moldeado por la bruma, una mañana de enero y se marchó sin decir adiós años después, con todos los oscuros secretos del pueblo.
7 de enero de 2011