-Papa, ¿te gusta pintar? En el colegio, dibujo los viernes. Sor Rosalía me ha dicho que soy toda una artista. ¿Tú crees que soy un artista, papa? –. Su cara de muñeca Mariquita, mofletuda y brillante, se ilumina mientras habla, la pequeña Ramoneta.
-Claro, nineta[1], eres un artista –confirma la opinión de la religiosa con voz indulgente y añade, a sabiendas del efecto causante-, como papa.
El vestido de rayas rojas y blancas de Ramoneta empieza a flotar al son de los brincos de emoción ante el apoyo del padre. Sus zapatitos de suela de esparto trotan sobre el empedrado de la calle; sus bucles del color del ámbar danzan vaporosos palmeados por el aire. Llevada por la ilusión, calma su paso y se atreve con su mueca preferida: inclina la cabeza, entorna la mirada, parpadea rápidamente, deja entrever una leve sonrisa y, a la vez, bambolea su cintura. Las rayas pierden su lisura. Anuncia así el ruego de una petición:
-Papa, si soy una artita, necesito colores ¿Puedo tener dos verdes y tres amarillos? Quiero hacer un paisaje. Las montañas serán verdes y yo solo tengo medio lápiz verde. El sol será muy grande y todos los soles del mundo son amarillos. Luisa, el viernes, hizo uno naranja y, como me reí, fue a sor Rosalía ¿Verdad, papa, que los soles son amarillos?
-Sí, nineta, el sol es amarillo. Pero a veces toma otras entonaciones –Se esfuerza por buscar en sus palabras un diálogo pedagógico-. Cuando tú todavía duermes, el sol viste un lindo pijama naranja. Quizás a Luisa se lo contó su papá o miró el cielo antes de irse a la cama. No debes reírte de tus compañeras.
-Lo siento, papi –murmura cabizbaja-. Me disculparé con Luisa.
El sr. Xiscu se detiene y suelta la mano de su hija solo para acuclillarse frente a ella:
-Mi dulce princesa. No te pongas triste. Papa, a tu edad, también hacía todos los soles amarillos, pero aprendí y ahora algunos los pincelo en amarillo y otros, en naranja. Los artistas, nacemos, pero también aprendemos. Por eso, vas al colegio, aunque nos cueste un gran esfuerzo. Cuando te recoja a la salida, compraremos una cajetilla de seis lápices.
Se yergue, dolorido por el peso de los años, y retoman su camino, contentos.
El sr. Xiscu, como lo conocen en el barrio, aferra de nuevo el soplo de aire dejando hueco a la mano imaginaria de la niña, muerta por unas fiebres hará más de cincuenta años, poco antes de la comunión, la que el sr. Xiscu jamás acató, republicano hasta la médula. La jubilación despertó a la nineta y desde entonces mantiene inalterable la conversación en el recorrido diario entre su piso y el colegio de monjas donde, renegando a su principios, la inscribió. Como le sucedió al sr. Xiscu, del colegio ahora concertado apenas resta su sombra, envejecidos por el correoso latir del tiempo. No obstante, la algarabía concentrada a sus puertas lo devuelve al presente: de su puño abierto se deslizan los mullidos deditos, ve el polvo levantado por el correr alegre de Ramoneta y a su cuerpo, delicado y tierno, difuminarse junto con el ruido de los juegos y los gritos apagados poco a poco conforme entran en clase. Esconde la cabeza entre sus hombros y por el brillo de su coronilla cubierta por cuatro pelos canos se intuyen unos ojos encendidos por la aflicción. Gira en dirección al parque, arrastrando la pena y la carpeta negra donde guarda los retratos de su perenne Ramoneta. Allí, expuesto al sol, elige un banco y espera paciente a cualquier viandante que por descuido acepte escucharle durante unos minutos y así poder compartir las esquirlas de su memoria. Luego, regresa a casa.
13 de noviembre de 2010
En este texto ha colaborado: C. López