Una vez más, seré sincero: he olvidado todo episodio acaecido durante mi infancia. Si analizamos en profundidad esta amnesia, deberíamos concluir con que el motivo es un indudable estado de felicidad, es decir, fui feliz y fui bello, resultando ambas premisas esenciales, en continua retroalimentación, para dar lugar a esa suerte de perpetua autosatisfacción que embriagaría a cualquier ser. Algunos me acusarán de orgulloso, egoísta, infame, pedante, iluso, quizás hasta narcisista; yo añado, sin burla, también fui bueno. Vacío de todo sentimiento, se me concedió la gracia de la ingenuidad, tan inútil en este terrenal mundo -disculpen la redundancia- como pedir al genio de la lámpara un paraguas en un supermercado, el cual al pasar por caja, por ende, te lo terminarán cobrando, por mucho alegato a nuestro favor de que lo obtuvimos como presente. Así pues, nací perfecto en el amplio sentido de la palabra –espíritu, mente y cuerpo-. Perfección que, sarcasmos de la vida, para mi desgracia (o para la de mi Padre), llevaba intrínseca en sí misma mi más absoluta condena. Incapaz de entender y valorar las debilidades humanas, por falta de ellas, experimenté con las ajenas. Como consecuencia de este juego perverso, si así les place calificarlo, mi pureza innata se mancilló de manera irreparable. Fui una gran decepción para mi Padre. No lo entiendo, sólo soy un Ángel Caído, mas, al fin y al cabo, un Ángel y, como es sabido, nosotros no tenemos sexo y, por tanto, descendencia. Eso nos convierte en entes etéreos, inmunes al dolor y a la empatía: nos fue vetado sufrir por nuestros hijos; nuestra única salida es su aprobación mediante la exposición de los errores del libre albedrío. ¿Envidia, inquina? Si Él, intransigente, decide castigarlos, no es cuenta mía.
14 de septiembre de 2011