En la estación seca del crudo otoño, cuando la noche comienza a ganarle al día, algunos dicen haber visto como la luna despierta a las estrellas del cielo inmenso e, incluso, como éstas bosteza y se desperezan. También afirman, ¡pobres gentes ingenuas!, que se balancean al son de una melodía cuyo origen es imposible atinar. De la bóveda aterciopelada de azul intenso un tono dulce se desprende que atonta y duerme, provocando hermosos sueños que siempre son cumplidos.
Yo no sé si será verdad, especulación o mentira, pero cierto es que quien ha presenciado este extraño fenómeno, desafiador a toda regla impuesta por nuestra madre naturaleza, dice haber escuchado hablar a la música tan suave y bajita que casi no se entendía: es un silbido que clama piedad y sosiego, es un arpa que canta, es una voz que tiembla...; es un conjunto de sensaciones que crees ver y no oyes, que sientes y no palpas, que expande una resonancia que aduerme y engaña. Y entre sueño y realidad, no sé yo, en diferentes partes del mundo, o quizás del infinito universo, nació una nueva fantasía transmitida de padres a hijos, generación tras generación.
Cuenta la historia que una mujer, de la noche fría, fecundó calor humano. Abrazó su vientre de vida y temblorosa se arrodilló para pedir fuerza y valor, cuando del cielo estrellado un níveo destello la aclamó; alzó su mirada y lloró. Cuenta la misma historia que, poco después, en su matriz la luz se apagó y, si antes sintió amor, luego plañidero dolor. Nuevamente se arrodilló, quejando su pena y suplicando a su fuente de antaña ilusión.
Así permaneció durante mucho tiempo, hasta que un día un pequeño hilo, diáfano, de blanca energía, rozó su cabello. Solamente entonces calmó su llanto, al escuchar un: “Te quiero, madre, por concebirme como aire, tierra, luz y fuego”. Se incorporó la mujer y, mientras regresaba, capullos de rosas florecían allí donde se había lamentado. Más tarde llamarían a aquel lugar, quienes narran esta historia, el Valle de la Madre-Flor, donde miles de estrellas juguetean entrechocando sus puntas de cristal tallado. De su tintineante roce, diminutas chispas saltan y caen sobre la tierra y, dicen, son éstas y no otras las semillas del verdadero amor, son las gotas del rocío, fruto de la fusión de las lágrimas de una madre y del ánima que en su vientre languideció.
De este mágico lugar, es difícil su ubicación: unos piensan que se encuentra en el norte del mundo y otros más hacia el sur; también hay quien habla de alguna zona del oeste o, quizás, del este. Pero, por más que he buscado y he investigado, no he sacado nada en claro.
Yo no sé si todo esto será mito, leyenda o tradición, pero ayer, caminando por un valle de madrugada, cogida de la mano de mi amado, creí oír algo..., creí ver algo..., y, como en un sueño, encontramos a nuestros pies un pétalo de rosa con dos gotas brillantes, luminosas y casi transparentes. Entonces, no preguntéis por qué, se miraron nuestras almas, no agachamos y fundimos con nuestros labios un pétalo y dos gotas.
Para M.
13 de julio de 1995